domingo, 13 de septiembre de 2009

Voltaire - Historia de un buen brahma

En mis viajes encontré un brahma anciano, sujeto muy cuerdo, instruído y discreto,
y con esto rico, cosa que le hacía más cuerdo; porque como no le faltaba nada, no
necesitaba engañar a nadie. Gobernaban su familia tres mujeres muy hermosas, cuyo
esposo era; y cuando no se recreaba con sus mujeres, se ocupaba en filosofar. Vivía
junto a su casa, que era hermosa, bien alhajada y con amenos jardines, una india vieja,
tonta y muy pobre.
Díjome un día: Quisiera no haber nacido. Preguntéle porqué, y me respondió:
- Cuarenta años ha que estoy estudiando, y los cuarenta los he perdido; enseño a los
demás y lo ignoro todo. Este estado me tiene tan aburrido y tan descontento, que no
puedo aguantar la vida; he nacido, vivo en el tiempo, y no sé qué cosa es el tiempo; me
hallo en un punto entre dos eternidades, como dicen nuestros sabios, y no tengo idea de
la eternidad; consto de materia, pienso, y nunca he podido averiguar la causa eficiente
del pensamiento; ignoro si es mi entendimiento una mera facultad, como la de andar y
digerir, y si pienso con mi cabeza lo mismo que palpo con mis manos. No solamente
ignoro el principio de mis pensamientos, también se me esconde igualmente el de mis
movimientos; no sé porqué existo, y no obstante todos los días me hacen preguntas
sobre todos estos puntos; y como tengo que responder con precisión y no sé que decir,
hablo mucho, y después de haber hablado me quedo avergonzado y confuso de mí
mismo. Peor es todavía cuando me preguntan si Dios es eterno. A Dios lo pongo por
testigo de que no lo sé, y bien se echa de ver en mis respuestas. Reverendo Padre, me
dicen, explicadme cómo el mal inunda la tierra entera. Tan adelantado estoy yo como
los que me hacen esta pregunta: unas veces les digo que todo está perfectísimo; pero los
que han perdido su patrimonio y sus miembros en la guerra no lo quieren creer ni yo
tampoco, y me vuelvo a mi casa abrumado por mi curiosidad e ignorancia. Leo nuestros
libros antiguos, y me ofuscan más las tinieblas. Hablo con mis compañeros: unos me
aconsejan que disfrute de la vida y me ría de la gente; otros creen que saben algo y se
descarrían en sus desatinos, y todo la angustia que padezco. Muchas veces estoy a pique
de desesperarme, contemplando que al cabo de todas mis investigaciones, no sé ni de
donde vengo, ni qué soy, ni adónde iré, ni qué ser.
Causóme lástima de veras el estado de este buen hombre, que era el más racional, y
me convencí de que era más desdichado el que más entendimiento tenía y era más
sensible.
Aquel mismo día visité a la vieja vecina suya, y le pregunté si se había
apesadumbrado alguna vez por no saber qué era su alma, y ni siquiera entendió mi
pregunta. Ni un instante en toda su vida había reflexionado en alguno de los puntos que
tanto atormentaban al buen brahma; creía con toda su alma en Dios y se tenía por la más
dichosa mujer, con tal que de cuando en cuando tuviese agua para bañarse.
Atónito de la felicidad de esta pobre mujer, me volví a ver a mi filósofo y le dije:
- ¿No tenéis vergüenza de vuestra desdicha, cuando a la puerta de vuestra casa hay
una vieja autómata que en nada piensa y vive contentísima?
- Razón tenéis –me respondió-, y cien veces he dicho para mí que sería muy feliz si
fuera tan tonto como mi vecina; más no quiero gozar semejante felicidad.
Más golpe me dio esta respuesta del buen hombre que todo cuanto primero me
había dicho; y examinándome a mí mismo, ví que efectivamente no quisiera yo ser feliz
a cambio de ser un majadero.
Se propuso el caso a varios filósofos, y todos fueron de mi parecer. No obstante,
decía yo para mí, rara contradicción es pensar así, porque al cabo lo que importa es ser
feliz, y nada monta tener entendimiento o ser necio. También digo: los que viven
satisfechos con su suerte, bien ciertos están de que viven satisfechos; y los que
discurren, no lo están de que discurren bien. Entonces, es claro que debiera escoger uno
no tener migaja de razón , si en algo contribuye la razón a nuestra infelicidad. Todos
fueron de mi mismo parecer, pero ninguno quiso entrar en el ajuste de volverse tonto
por vivir contento.
De aquí saco que si hacemos mucho aprecio de la felicidad, más aprecio hacemos
todavía de la razón. Y reflexionándolo bien, parece que preferir la razón a la felicidad,
es garrafal desatino. ¿Pues, cómo hemos de explicar esta contradicción? Lo mismo que
todas las demás, y sería el cuento de nunca acabar.

Voltaire - Memnón o la sabiduría humana

Memnón concibió un día la extravagante idea de ser completamente cuerdo, locura
que pocos hombres han dejado de sufrir. Memnón discurría así:
—Para ser muy cuerdo, y, en consecuencia muy feliz, basta con no dejarse arrastrar
de las pasiones, cosa fácil como nadie ignora. Lo primero, nunca he de amar a ninguna
mujer. Cuando contemple a una mujer hermosa me diré a mí mismo: «Llegará un día en
que esa cara se llene de arrugas, esos bellos ojos perderán su brillo, ese busto firme y
turgente se volverá fofo y caído, esa abundancia de pelo se trocará en calvicie.» Me
bastará figurarme entonces cómo será esa linda cabeza para que no me haga perder la
mía. Lo segundo, siempre seré sobrio por más que me tiente la gula, los vinos exquisitos
y el placer de las fiestas. Tendré muy en cuenta las consecuencias de los excesos de la
mesa: el estómago estropeado, la cabeza pesada, la incapacidad para el trabajo. Comeré
con sobriedad y con el goce de la salud, mis ideas serán claras y felices. Luego —
continuaba Memnón—, no descuidaré mi hacienda. Soy hombre moderado. Tengo un
capital que me produce buena renta y otro capital que maneja para acrecentarlo el
tesorero general de Nínive. Con ellos puedo vivir sin depender de nadie, que es la
mayor fortuna. No necesitaré nunca ir a besar manos de palaciegos, ni envidiaré a nadie,
ni de nadie seré envidiado. Amigos tengo —dijo, en fin—, y los conservaré, porque
jamás he de serles desleal y ellos serán buenos conmigo y yo con ellos; tampoco en esto
hay dificultad.
Formado así su plan, se puso a pasear por su cuarto y luego se asomó a la ventana.
Dos señoras que iban por la calle llamaron su atención; una era vieja y la otra moza,
linda y por lo mucho que gemía y lloraba debía sufrir una gran pena. Su congoja la
favorecía y daba una gracia especial.
Impresionado nuestro sabio, no por la belleza de la muchacha, pues estaba seguro
de no rendirse a tal debilidad, sino por el desconsuelo de que daba muestra, bajó y
acercóse piadoso a la joven ninivita. Contóle ésta con la más ingenua y tierna expresión
las maldades de que la hacía víctima un tío suyo (que no tenía), las mañas con que la
había privado de una fortuna (que nunca había poseído) y el temor que le causaban su
violencia y brutalidad.
—Vos parecéis hombre discreto —le dijo—. Si me hicieseis el favor de venir a mi
casa yo os explicaría mi situación y estoy segura de que me sacaríais del apuro en que
me veo.
No tuvo reparo Memnón en acompañarla para examinar despacio sus asuntos y
darle buenos consejos.
Una vez en su casa condújole, la afligida damisela, a una alcoba perfumada, le dijo
que se sentase en un blando sofá que allí había y sentóse ella frente a él. Hablaba la
joven bajando los ojos y enjugándose las lágrimas de vez en cuando. Al levantarlos
siempre se cruzaban sus miradas con las del sensato Memnón. Sus palabras se hacían
más afectuosas cuando ambos se miraban. Memnón se interesaba más y más en lo que
oía, aumentando su deseo de servir a tan hermosa y desdichada criatura. Con el calor de
la conversación, se fueron acercando poco a poco, hasta que los consejos de Memnón
hiciéronse tan cariñosos y próximos a la muchacha, que ni ésta ni aquél sabían ya dónde
estaban, ni si realmente hablaban o no.
Fue en este momento preciso cuando, como ya el lector se habrá imaginado, se
presentó el tío, armado de punta en blanco. El hombre empezó a vociferar y a decir que
iba a matar a su sobrina y al sabio Memnón. Luego, ya calmado, manifestó que sólo les
perdonaría si el galante caballero le entregaba una fuerte cantidad.
Memnón le dio cuanto dinero tenía. Y menos mal que su aventura no le trajo
consecuencias peores, pues todavía no se había descubierto América y las bellas
afligidas no resultaban tan peligrosas como en nuestros tiempos.
Confuso e indignado, Memnón volvió a su casa, donde le esperaba la invitación de
unos amigos para comer con ellos.
—Si me quedo solo en casa —dijo— me entristeceré más y puedo caer malo; mejor
es ir a comer en su compañía, que al fin son amigos íntimos; me distraeré y olvidaré el
disparate que he cometido.
Fue a la comida, y sus amigos, viendo que estaba algo triste, le obligaron a que
bebiese para disipar su melancolía. El vino, si se bebe con moderación es medicina para
el ánimo y para el cuerpo; así pensaba el sabio Memnón, pero a pesar de ello se
embriagó. Propusiéronle jugar a los naipes; el juego, cuando no se exponen cantidades
importantes, es una diversión inocente. Pero Memnón perdió cuanto llevaba en el
bolsillo, y cuatro veces más sobre su palabra. Una de las jugadas produjo una disputa, e
irritados los ánimos, el más íntimo de aquellos amigos suyos le tiró a la cabeza un
cubilete, con tanta fuerza, que le saltó un ojo. Total, que llevaron a su casa al sabio
Memnón borracho, sin dinero y con un ojo menos.
Después de dormir un rato, Memnón envía a su criado a casa del tesorero general de
Nínive para que le diera dinero y poder pagar a sus amigos las deudas del juego. A poco
vuelve su criado con la noticia de que el tesorero ha suspendido pagos y defraudado una
gran cantidad.
Angustiado Memnón corre a Palacio con un parche en el ojo y un memorial en la
mano, pidiendo justicia al rey contra el tesorero. En la antecámara vio a muchas damas,
todas como peonzas al revés, con elegantes tontillos de cinco metros de circunferencia y
diez de cola. Una dama que le conocía, dijo, mirándole a hurtadillas:
—¡Jesús, qué horror!
Y otra, que era muy amiga suya:
—Buenas tardes, señor Memnón —le dijo—, cuánto me alegro de veros señor
Memnón. Créame que me encanta encontraros. Pero decidme, ¿quién os ha dejado
tuerto, señor Memnón?
Dicho esto se fue sin aguardar respuesta.
Ocultóse Memnón lo mejor que pudo en espera de que pasase el rey y cuando éste
apareció, Memnón, después de besar el suelo tres veces, le alargó un memorial, que
tomó el soberano con mucha afabilidad y pasó a uno de sus ministros para que se
informase. El ministro llamó aparte a Memnón, para decirle en tono de mofa no exento
de cólera:
—Sois un tuerto bastante atrevido. ¿Por qué habéis entregado al rey un memorial en
vez de enviármelo a mí? El tesorero es hombre honesto y yo le protejo porque es
sobrino de una doncella de mi querida. No deis un paso más en este asunto si no queréis
perder el ojo sano que os queda.
De esa suerte, Memnón, que por la mañana había tomado la resolución de no amar,
de no acudir a festines, ni jugar, ni reñir con nadie, ni, sobre todo, poner los pies en
Palacio, antes de anochecer había sido engañado por una mujer, se había emborrachado,
había jugado, le habían saltado un ojo en una riña y había ido a Palacio donde se
burlaron de él.
Confuso, abrumado por sus desgracias, regresó a su casa. Al ir a entrar vio que se
hallaba llena de alguaciles y escribanos, que le estaban embargando los muebles a
petición de sus acreedores. Casi sin sentido permaneció inmóvil bajo una palmera.
A poco acertó a pasar por allí la bella damisela de aquella mañana. Iba paseando
con su amado tío y no pudo contener la risa al observar a Memnón con su parche. Ya de
noche se acostó Memnón sobre un montón de paja, cerca de los muros de su casa.
Acometióle un acceso de fiebre y con ella una pesadilla: se le apareció en su letargo un
espíritu celeste, resplandeciente como el sol y provisto de seis hermosas alas, pero sin
pies, cabeza ni cola, un ser que no tenía semejanza con ninguna criatura humana.
—¿Quién eres? —le dijo Memnón.
—Tu genio protector —le respondió la aparición.
—Pues devuélveme —repuso Memnón— mi ojo, mi salud, mi dinero y mi cordura.
Y en seguida le contó todo lo que había perdido aquel día y de qué manera.
—Aventuras son esas —replicó el espíritu— que nunca suceden en el mundo donde
nosotros vivimos.
—Pues, ¿en qué mundo vivís?
—Mi patria dista quinientos millones de leguas del sol, y es aquella estrellita junto a
Sirio que puedes observar desde aquí.
—¡Admirable país! —dijo Memnón—. Así pues, ¿no tenéis allá bribonas que
engañen a los hombres de bien, ni amigos que les estafen su dinero y les destrocen un
ojo, ni deudores que quiebren, ni ministros que se rían de vosotros mientras os niegan
justicia?
—No —le dijo el habitante de la minúscula estrella—. Nada de eso; no nos engañan
las mujeres, porque no las hay; no somos glotones, porque no comemos; no nos pueden
sacar los ojos, porque en nada se parece nuestro cuerpo al vuestro; ni los ministros
cometen injusticias, porque todos somos iguales y no hay ministros.
Dijóle entonces Memnón:
—Pero sin mujeres y sin comer, ¿en qué pasáis el tiempo?
—En cuidar —dijo el genio— de los demás mundos que están a nuestro cargo. Por
eso he venido a consolarte.
—¡Ay! —replicó Memnón—. ¿Y por qué no vinisteis anoche para evitar que
hiciera tanto disparate?
—Porque fui a consolar a Asan, tu hermano mayor, que es más desventurado que
tú, pues has de saber que Su Graciosa Majestad el Rey de las Indias, en cuyo palacio
tiene el honor de ocupar un cargo, le mandó arrancar los dos ojos por haber cometido
leve falta. Ahora le tienen en un calabozo amarrado de pies y manos.
—¡Pardiez! —exclamó Memnón—. ¡Pues sí que nos sirve de mucho a la familia,
que nos proteja un genio bueno! De dos hermanos que somos, el uno está ciego y el otro
tuerto, el uno tirado entre paja y el otro en una cárcel.
—Tu suerte cambiará —dijo el genio protector—. Verdad es que ya en toda tu vida
no dejarás de ser tuerto; pero aparte de eso, serás feliz a condición de que no cometas
nunca la locura de pretender ser cuerdo del todo.
—¿Es que eso no es posible? —preguntó Memnón reprimiendo un sollozo.
—No. Como no es posible ser del todo inteligente, del todo sano, del todo poderoso
o del todo feliz. Nosotros mismos estamos lejos de serlo. Sin embargo, existe un mundo
donde eso se logra; pero a ese sólo se llega después de pasar grado a grado por los cien
mil millones de mundos que ruedan por el espacio. En el segundo hay menos placer y
menos sabiduría que en el primero; en el tercero menos que en el segundo, y así
sucesivamente hasta el último, en el que ya todos sus habitantes están locos del todo.
—Mucho me temo —dijo Memnón—, que esa gran casa de orates del universo lo
sea precisamente el mundo en que vivimos nosotros.
—No tanto, no tanto —dijo el espíritu—; pero cerca le anda.
—Entonces —replicó Memnón—, ¿ciertos poetas y ciertos filósofos que afirman
que «todo es como debe ser» están equivocados?
—No. Tienen razón —dijo el filósofo del otro mundo—, si consideramos el
universo en su conjunto
—¡Ah! —respondió el pobre Memnón—. Ahí tenéis una cosa en que no creeré
mientras sea tuerto.

Voltaire - Historia de los viajes de Escarmentado (Escrita por él mismo)

Vine al mundo en la ciudad de Candía el año 1600. Era gobernador mi padre, y me acuerdo que un poeta menos que mediano, aunque no fuese medianamente desaliñado su estilo, llamado Iro, hizo unas malas coplas en elogio mío, en las cuales me calificaba de descendiente de Minos en línea recta; mas habiendo luego cesado en el gobierno a mi padre, compuso otras en que me trataba de nieto de Pasifae y su amante. Mal sujeto era de veras el tal Iro y el bribón más fastidioso de toda la isla. Quince años tenía yo cuando me envió mi padre a estudiar a Roma, y allí llegué con la esperanza de aprender todas las verdades, porque hasta entonces me habían enseñado todo lo contrario de la verdad, según es uso en este mundo, desde la China hasta los Alpes. Monseñor Profondo, a quien iba recomendado, era sujeto raro, y uno de los más terribles sabios que en el mundo han existido. Quísome instruir en las categorías de Aristóteles y por poco me pone en la de sus favoritos. De buena me libré. Vi procesiones, exorcismos y no pocas rapiñas. Decían, aunque no era cierto, que la señora Olimpia, honorable dama, vendía ciertas cosas que no suelen venderse. A mi edad todo esto me parecía muy gracioso. Ocurrióle a una señora moza y de amable condición, llamada la señora Fatelo, prendarse de mí; frecuentábala el reverendísimo padre Poignardini y el reverendísimo padre Aconiti, religiosos de una congregación que ya no existe, y a quienes ella colocó a la misma altura al otorgarme sus favores. Pero como corría yo serio peligro de ser envenenado y excomulgado, abandoné Roma no obstante mi admiración por la arquitectura de la basílica de San Pedro. Viajé por Francia, donde reinaba a la sazón Luis el Justo, y lo primero que me preguntaron fue si quería para mi almuerzo un trozo de mariscal de Ancre, cuya carne vendían asada y bastante barata a los que querían comprarla. Era este país teatro de continuas guerras civiles, unas veces por una plaza en el Consejo y otras por dos páginas de controversias teológicas. Más de sesenta años hacía que tan hermosas tierras se veían asoladas por una especie de volcán, que en ocasiones se amortiguaba y otras ardía con violencia. ¡Ay! —dije para mí—. A este pueblo, de natural tan apacible, ¿quién le ha trastornado de esta manera? Todo lo toma a broma y, sin embargo, se lanza a la degollina de San Bartolomé.
Pasé a Inglaterra, donde las mismas disputas ocasionaban los mismos horrores. Unos cuantos católicos beneméritos habían determinado, en servicio de la Iglesia, volar con pólvora al rey, la familia real y al Parlamento, y librar a Inglaterra de tanto hereje. Enséñanme el sitio donde la bondadosa reina María, hija de Enrique VIII, había hecho quemar a quinientos de sus vasallos, acción que, según un clérigo irlandés, era muy meritoria para con Dios, en primer lugar, porque los quemados eran todos ingleses, y en segundo, porque nunca tomaban agua bendita, ni creían en las llagas de San Patricio. El clérigo se asombraba de que aún no estuviese canonizada la reina María, pero estaba seguro de que no tardaría en subir a los altares.

Fuime a Holanda, donde esperaba encontrar sosiego, en medio de un pueblo tan flemático. Cuando llegué a La Haya estaban cortando la cabeza a un anciano venerable; la cabeza calva del primer ministro Barneveldt. Movido a compasión pregunté qué delito era el suyo y si había sido traidor al estado.
—Mucho peor que eso —me respondió un protestante envuelto en negra capa—.
Figúrese que cree que el hombre puede salvarse lo mismo por sus buenas obras que por la fe. Si semejantes doctrinas se extendiesen, peligraría la existencia de la República. Por eso es necesaria mucha severidad para atajar escándalos tan graves.
Un político me dijo luego:
—¡Ah, señor! Estos procedimientos no durarán mucho. Nuestro país se ha mostrado ahora excepcionalmente justo; pero su carácter lo inclina hacia la tolerancia, doctrina abominable, y algún día la adoptará. Me estremece pensarlo. Yo, en vista de que no nos hallábamos todavía en esa época fatal de la indulgencia y la moderación, dejé a toda prisa un país donde ninguna alegría compensaba su crueldad y me embarqué para España.

Estaba la Corte en Sevilla; habían llegado los galeones de Indias, y en la más hermosa estación del año, todo respiraba bienestar y alborozo. Al final de una calle de naranjos y limoneros vi un inmenso espacio acotado donde lucían hermosos tapices. Bajo un soberbio dosel se hallaban el rey y la reina, los infantes y las infantas. Enfrente de la familia real se veía un trono todavía más alto. Dije, volviéndome a uno de mis compañeros de viaje:
—Como no esté ese trono reservado a Dios, no sé para quién pueda ser.
Oídas que fueron por un grave español estas imprudentes palabras, me salieron caras. Yo creía que íbamos a ver un torneo o una corrida de toros, cuando vi subir al trono al inquisidor general, quien, desde él, bendijo al monarca y al pueblo. Vi luego desfilar a un ejército de frailes en filas de dos en dos, blancos, negros, pardos, calzados, descalzos, con barba, imberbes, con capirote puntiagudo y sin capirote; iba luego el verdugo, y detrás, en medio de alguaciles y duques, cerca de cuarenta personas cubiertas con hopas donde había llamas y diablos pintados. Eran judíos que se habían empeñado en no renegar de Moisés y cristianos que se habían casado con sus concubinas, o que no fueron bastante devotos de Nuestra Señora de Atocha, o que no quisieron dar dinero a los frailes Jerónimos. Cantáronse pías oraciones, y luego fueron quemados vivos, a fuego lento, todos los reos; con lo cual quedó muy edificada la familia real. Aquella noche, cuando me iba a meter en la cama, entraron dos familiares de la Inquisición, acompañados de una ronda bien armada; diéronme un cariñoso abrazo y me llevaron, sin decir palabra, a un calabozo muy fresco, donde había una esterilla para acostarse y un soberbio crucifijo. Allí estuve seis semanas, pasadas las cuales me rogó el señor inquisidor que me entrevistase con él. Estrechóme en sus brazos con paternal cariño y me dijo que sentía muy de veras que estuviese tan mal alojado; pero que todos los cuartos de aquella santa casa se hallaban ocupados y que esperaba otra vez darme mejor habitación. Preguntóme luego, con no menos cordialidad, si sabía por qué estaba allí. Respondí al santo varón que, sin duda, por mis pecados.
—Claro es, hijo mío; pero ¿por qué pecados? Háblame sin recelo.
Por más que procuraba recordar no caía en cuáles pudieran ser, hasta que la caridad del piadoso inquisidor me dio alguna luz. Acordéme al fin de mis imprudentes palabras, y no fui condenado más que a la aplicación de disciplinas y treinta mil reales de multa. Tuve que ir a dar las gracias al inquisidor general, sujeto muy simpático que me preguntó qué tal me había parecido su fiesta. Respondíle que fue deliciosa. Y en seguida marché a reunirme con mis compañeros de viaje, tan dispuestos como yo a salir de tan ameno país, pues no ignorábamos las grandes proezas ejecutadas por los españoles en obsequio de la religión, ni las Memorias del célebre obispo de Chiapa donde cuenta que degollaron, quemaron o ahorcaron a unos diez millones de idólatras americanos para convertirlos a nuestra santa fe. Probablemente exagera algo el obispo; pero aunque se rebaje la mitad de las víctimas, todavía queda acreditado un celo portentoso.

Como mi deseo de viajar no había disminuido, resolví proseguir mi peregrinación por Europa y visitar Turquía. Encamíneme a esta nación con el firme propósito de no manifestar mi parecer otra vez acerca de las fiestas que viese.
—Estos turcos —dije a mis compañeros— son paganos, no han recibido el sagrado bautismo y, por tanto, deben ser más crueles que los cristianos inquisidores; callémonos, pues, mientras vivamos entre moros. Con este ánimo iba; pero quedé atónito al ver en Turquía muchos más templos cristianos que en mi isla natal, y hasta numerosas congregaciones de frailes, a quienes los turcos dejaban rezar en paz a la Virgen María y maldecir de Mahoma, unos en griego, otros en latín y otros en armenio.
—¡Qué admirable gente son los turcos! —pensaba. Los cristianos griegos y los latinos que había en Constantinopla eran irreconciliables enemigos, se perseguían unos a otros como perros que se muerden en la calle, y que a palos separan sus amos. Entonces, el Gran Visir protegía a los griegos. El patriarca griego me acusó de haber cenado con el patriarca latino, y fui condenado a recibir cien palos en las plantas de los pies, pena que rescaté al precio de quinientos zequíes. Al día siguiente ahorcaron al Gran Visir, y el otro, su sucesor (que no fue ahorcado hasta un mes más tarde), me condenó a la misma multa por haber cenado con el patriarca griego. Resolví, por tanto, no ir a la iglesia griega ni a la latina. Para consolarme, alquilé a una hermosa circasiana, que era la mujer más devota en la mezquita y la más zalamera a solas con un hombre. Una noche, en medio de los placeres del amor, exclamó dándome
un abrazo:
—¡Alá, ilah Alá!
Son palabras sacramentales entre los turcos. Yo pensé que serían expresiones de amor y le dije con mucho cariño:
—¡Alá, ilah Alá!
—¡Loado sea Dios misericordioso! —exclamó la mora—. Ya sois turco.
Respondíle que daba las gracias al Señor que me había dado fuerzas para serlo, y me sentí muy dichoso. Por la mañana se presentó para circuncidarme el imán, y como yo opusiese alguna resistencia me anunció el cadí del barrio, hombre leal, su propósito de mandarme empalar. Por fin salvé mi prepucio y mis nalgas por mil zequíes y eché a correr hasta Persia, resuelto a no oír en Turquía misa griega ni latina y a no decir nunca Alá, ilah Alá en una cita de amor. Así que llegué a Ispahán me preguntaron si era del partido del Carnero Negro o del Carnero Blanco. Respondí que lo mismo me daba uno que otro con tal de que fuera tierno. Debo advertir que todavía se hallaba dividida Persia en dos facciones, la del Carnero Negro y la del Blanco. Creyeron que yo hacía burla de ambos partidos y me
encontré en un terrible compromiso a la puerta misma de la ciudad, del cual salí pagando una buena cantidad de zequíes y pude evitar que me mezclasen en el conflicto de los carneros.

Seguí hasta la China, adonde llegué con un intérprete que me aseguró que la China era el país de la libertad y de la alegría; ahora bien, los tártaros, que la habían invadido lo llevaban todo a sangre y fuego, mientras que los reverendos padres jesuitas, por una parte, y los reverendos padres dominicos, por otra, se disputaban la misión de ganar almas para el cielo. Nunca se han visto catequistas más celosos; se perseguían entre ellos con fervoroso ahínco, escribían a Roma tomos enteros de calumnias y se trataban unos a otros de infieles y prevaricadores. Por entonces mantenían un furioso debate acerca del modo de hacer reverencias. Los jesuitas querían que los chinos saludasen a sus padres y madres a la moda de China, y los dominicos se empeñaban en que lo hiciesen a la moda de Roma. Sucedióme que los jesuitas creyeron que yo me inclinaba por los dominicos y le dijeron a su majestad tártara que era espía del Papa. El Consejo Supremo encargó a un primer mandarín que ordenase un alguacil que mandase cuatro corchetes para que me prendiesen y amarrasen con toda cortesía. Condujéronme, después de ciento cuarenta genuflexiones, ante su majestad, quien me preguntó si era yo espía del Papa y si era cierto que hubiese de venir este príncipe en persona a destronarle. Respondíle que el Papa era un clérigo de más de setenta años, que distaban sus estados más de cuatro mil leguas de los de la sacra majestad tártaro-china; que su ejército era de dos mil soldados que montaban la guardia con una sombrilla; que no destronaba a nadie, y que podía su majestad dormir tranquilo.

Esta fue la menos fatal aventura de mi vida, pues no hicieron más que enviarme a Macao, donde me embarqué para Europa. Fue preciso calafatear el navío en la costa de Golconda, lo que llevó algún tiempo que aproveché para ver la Corte del Gran Aureng-Zeb, de quien se contaban entonces mil portentos. Estaba este monarca en Delhi y allí pude verle el día de la pomposa ceremonia durante la cual recibe la celeste dádiva que le envía el jerife de la Meca. Se trata de la escoba con que se barrió durante el año la Santa Casa, la Kaaba, la Beth- Alah. Tal escoba es un símbolo del barrido que limpia todas las suciedades del alma. Parece que Aureng-Zeb no lo necesitaba, pues era el varón más religioso de todo el Indostán. Bien es verdad que había degollado a uno de sus hermanos y dado veneno a su padre, y había hecho perecer en un patíbulo a veinte rajáes y otros tantos omráes. Pero esto no tenía importancia. No se hablaba de otra cosa que de su gran devoción, a la cual no se podía comparar la de ningún otro, como no fuese la de Sacra Majestad del Serenísimo Emperador de Marruecos Muley Ismael, el cual cortaba unas cuantas cabezas todos los viernes después de elevar sus plegarias a Dios. Claro que no hice el menor comentario a estas cosas; no era yo quien debía enjuiciar la conducta de estos soberanos. Pero un francés mozo, con quien estaba alojado, faltó al respeto a los emperadores de las Indias y de Marruecos, manifestando imprudentemente que en Europa había soberanos muy piadosos que gobernaban con acierto sus estados y frecuentaban también las iglesias, sin quitar por eso la vida a sus padres y hermanos, ni cortar la cabeza a sus vasallos. Nuestro intérprete dio cuenta en lengua india de lo que había dicho aquel joven. Aleccionado yo por lo que en otras ocasiones me había sucedido, mandé ensillar mis camellos y me fui con el francés. Luego supe que aquella misma noche habían ido a prendernos los oficiales del Gran Aureng-Zeb, y no habiendo encontrado más que al intérprete, fue éste ajusticiado en la plaza Mayor. Todos los palaciegos encontraron muy justa la pena impuesta al intérprete.

Quedábame por visitar África, para disfrutar a fondo de todas las delicias de nuestro mundo, y con efecto las disfruté. Unos corsarios negros apresaron nuestro navío, cuyo capitán quejándose amargamente, les preguntó por qué violaban los tratados internacionales. Respondióle el capitán negro:
—Vuestra nariz es larga y la nuestra chata, vuestro cabello es liso, nuestra lana rizada, vuestro cutis es de color sonrosado y el nuestro de color de ébano, por consiguiente, en virtud de las sacrosantas leyes de la naturaleza, debemos ser siempre enemigos. En las ferias de Guinea nos compráis como si fuéramos acémilas, para forzarnos a que trabajemos en no sé qué faenas tan penosas como ridículas; a vergajazos nos hacéis horadar los montes para sacar una especie de polvo amarillo, que para nada es bueno, y que no vale ni con mucho, un cebollino de Egipto. Así, cuando os encontramos, y nosotros podemos más, os obligamos a que labréis nuestras tierras o, de lo contrario, os cortamos las narices y las orejas. No había réplica, en verdad, a tan discreto razonamiento. Fui, pues, a labrar el campo de una negra vieja para no perder mis orejas y mi nariz, y al cabo de un año me rescataron.

En fin, después de haber visto cuanto bueno, hermoso y admirable hay en la Tierra, resolví no apartarme ya mas de mis dioses penates. Me casé en mi país, fui cornudo y acabé por comprender que mi situación era la más grata a que se puede aspirar en la vida humana.

Las arpías



Hijas de Poseidón según unas versiones y de Taumante, hijo de Ponto y Gea, según otras, las Arpías eran tres horribles monstruos alados con cabeza y pecho de viejas mujeres y cuerpo y alas de garras de presa, en concreto, buitres. Las Arpías eran profundamente desagradables, emanaban unos asquerosos efluvios y corrompían todos aquellos alimentos que tocaban. Existían una gran cantidad de Arpías aunque no todas son conocidas. Entre ellas cabe nombrar a Aelo, que significa "borrasca" y que se caracterizaba por su veloz vuelo, a Celeno, oscura como las nubes de las tormentas y la más malvada de todas y a Ocípete, la que poseía la mayor furia. La localización geográfica de la residencia de las Arpías es difusa, se pensaba que podían vivr en las islas Estrofiades, también llamadas Islas del Regreso, dentro del Mar Jónico, o en pasadizos subterráneos de Creta. Cuando las Arpías volaban eran tremendamente veloces. Este hecho, unido a los males que conllevaban, provocó que se las considerara similares a los vientos tormentosos. Las Arpías fueron confundidas en algunos momentos de su historia con las Sirenas, con las Górgonas y con las Grayas, relaciones todas ellas que vienen dadas por su maldad y deformidad y por considerárselas a todas en grupos de tres. Uno de los principales mitos en los que aparecen es en su tarea de impedir alimentarse a Fineo. El origen histórico de las Arpías es también complejo. Existen algunas fuentes que consideran que se las identificó con una plaga de langosta que arrasó toda Asia Menor y después Grecia causando grandes pérdidas humanas y problemas de malnutrición. También se las ha considerado divinidades maléficas mensajeras de los vientos y en la creencia popular han sido vistas como vengadoras divinas. Las Arpías, cuyo nombre sugiere la idea de "arrebatar" fueron también consideradas, en sus inicios, unas hermosas mujeres, aunque esa imagen de ellas duró poco tiempo.

Edipo



Fue un desventurado príncipe tébano, hijo de Layo y de Yocasta. Poco antes de que ambos se casaran el oráculo de Delfos les advirtió de que "el hijo que tuvieran llegaría a ser asesino de su padre y esposo de su madre". Layo, nada más nacer su primogénito encargó a un íntimo conocido que matase al niño, pero dicha persona, dubitativa entre la lealtad al rey y el horror que le producía la orden encomendada, perforó los pies del bebé y lo colgó con una correa de un árbol situado en el monte Citerón. Forbas, un pastor de los rebaños del rey de Corintio escuchó los horribles lamentos y lloros del bebé y lo recogió entregándoselo para su cuidado a Polibio, cuya esposa Peribea se mostró encantada con el bebé y lo acogió amorosamente en su seno, dándole por nombre Edipo, que significa "el de los pies hinchados". El joven Edipo tenía catorce años cuando se mostró enormemente ágil en todos los juegos gimnásticos levantando la admiración de muchos oficiales del ejército que veían en él a un futuro soldado. Uno de sus compañeros de juegos, corroído por la envidia que le producían las capacidades de Edipo le echó en cara, para insultarle, que no era más que un hijo adoptivo sin honra ninguna. Ante tal hecho, Edipo, atormentado por las dudas a menudo preguntó a su madre por su procedencia, pero Peribea que veía más mal en la verdad siempre se esforzó en persuadir a Edipo de que ella era su auténtica madre. Edipo, sin embargo, no estaba contento con sus respuestas y acudió al oráculo de Delfos, quien le pronosticó aquello mismo que ya había dicho a los reyes de Tebas, aconsejándole además, que nunca volviese al lugar que le había visto nacer. Al oír esas palabras Edipo prometió no volver jamás a su tierra, Corinto, y emprendió camino hacia la Fócida. Estando en viaje se encontró a cuatro personas que viajaban en un carro, sobre el cual se hallaba un viejo que amenazó con arrogancia a Edipo si éste no se apartaba del camino. Hubo una disputa entre ambos, y, finalmente, Edipo mató con su espada al viejo anciano. Ese anciano era Layo, el padre que nunca había conocido. La desgracia que sobre Tebas cayó con la muerte de su rey se vio acrecentada con la aparición de la Esfinge, un horrible monstruo enviado por Dionisio, o, según otras versiones, por Hera. La Esfinge tenía cabeza, cara y manos de doncella, voz de hombre, cuerpo de perro, cola de serpiente, alas de pájaro y garras de león y desde lo alto de una colina detenía a todo aquel que osase pasar junto a ella haciéndole una compleja pregunta cuya ignorancia provocaba la muerte a manos de la Esfinge. Los desgraciados eran ya miles. Creonte, hermano de Yocasta, y nuevo rey, prometió dar la mano de su hermana, y, por lo tanto, el trono de Tebas a aquel que consiguiese descifrar el enigma de la Esfinge. Dicho enigma era: "¿cuál es el animal que por la mañana tiene cuatro pies, dos al mediodía y tres a la tarde?" (Otra formulación menos famosa de la cuestión es "¿cuál es el ser que sin cambiar de forma es el único que tiene sucesivamente cuatro pies, dos y tres, siendo menor su fuerza cuantos más pies tiene?"). Edipo que deseaba la gloria más que nada y que disponía de una sagacidad sin límites dio respuesta al misterio de la Esfinge diciendo "el hombre que en su infancia anda sobre sus manos y sus pies, en la edad viril solamente sobre sus pies y en su vejez ayudándose de un bastón como si fuera un tercer pie". La Esfinge, enormemente furiosa porque alguien hubiera desvelado el secreto, se suicidó abriéndose la cabeza contra una roca. Edipo se casó pues con Yocasta y vivieron felices durante muchos años teniendo por hijos a Etéocles, Polinice, Antígona e Irmene. Sin embargo, llegó el día en que una peste comenzó a arrasar toda la región, sin que tuviera remedio alguno, y el oráculo de Delfos informó de que tal calamidad solo desaparecería cuando el asesino de Layo fuese descubierto y echado de Tebas. Edipo animó concienzudamente las investigaciones como buen rey que era pero éstas descubrieron lo que realmente había ocurrido: había matado a Layo, su padre y se había casado con Yocasta, su madre. Según otras versiones, el asesinato se descubrió porque Edipo le enseñó a Yocasta el cinturón del anciano al que había matado, y que Edipo robó por su valía. Yocasta, después de este descubrimiento se suicidó y Edipo, abrumado por la gran tragedia, creyó no merecer más ver la luz del día y se sacó los ojos con su espada. Sus dos hijos le expulsaron de Tebas y Edipo se fue al Atica donde vivió de la mendicidad y como un pordiosero, durmiendo en las piedras. Con él viajaba Antígona que le facilitaba la tarea de encontrar alimento y le daba el cariño que requería. Una vez, cerca de Atenas, llegaron a Colono, santuario y bosque dedicado a las Erinias, que estaba prohibido a los profanos. Los habitantes de la zona lo identificaron e intentaron matarlo pero las hermosas palabras de Antígona pudieron salvar su vida. Edipo pasó el resto de sus días en casa de Teseo, quien le acogió misericordiosamente. Otra versión afirma que murió en el propio santuario pero antes de expirar Apolo le prometió que ese lugar sería sagrado y estaría consagrado a él y sería extremadamente provechoso para todo el pueblo de Atenas.

Las sirenas



Eran el equivalente a las ninfas pero en el mar pues residían en la zona de Sicilia cerca del cabo Pelore. Sus padres fueron Calíope y el río Aqueloo, según unas versiones y Forcis o Gea según otras. el número exacto de ellas no está totalmente claro, hay quien afirma que eran tres pero también se dice que fueron cinco e, incluso ocho. El cuerpo de las sirenas, a pesar de que vivían en los océanos y de lo que tradicionalmente se ha representado, estaba formado por un cuerpo de ave y un rostro de mujer, por lo tanto, no tenían aletas, sino alas. Las sirenas detentaban una voz de inmensa dulzura y musicalidad y se prodigaban en cantos cada vez que un barco se les acercaba, por lo que los marineros, encantados por sus sonidos, cuando no podían huir de ellas se arrojaban al mar para oírlas mejor pereciendo irremediablemente. Sin embargo, si un hombre era capaz de oírlas sin sentirse atraído por ellas una de las sirenas debería morir. Fue esto lo que propició el héroe Odiseo, más conocido como Ulises. Cuando Odiseo estaba viajando en barco en una de sus muchas hazañas halló a las sirenas y para evitar su influjo ordenó a sus tripulantes, según consejo de Circe, que se taparan los oídos con cera para no poder escucharlas mientras que él se ató al mástil del barco con los oídos descubiertos. De esta forma, ninguno de sus marineros sufrió daño porque no oyeron música alguna mientras que Odiseo, a pesar de que había implorado una y otra vez que lo soltaran se mantuvo junto al poste y pudo deleitarse con su música sin peligro alguno. En consecuencia, una de las sirenas tuvo que perecer y esta suerte le sobrevino a la sirena llamada Parténope. Una vez muerta las olas la lanzaron hasta la playa y allí fue enterrada con múltiples honores. En su sepulcro se instaló después un templo. El templo se convirtió en pueblo, y finalmente el lugar donde fue enterrada esta sirena se transformó en la próspera Nápoles, llamada antiguamente Parténope. También existe otra leyenda acerca de las sirenas que afirma que los Argonautas también sobrevivieron a su influjo porque Orfeo, que les acompañaba, cantó tan maravillosamente que anuló completamente su seductora voz.

Narciso



Era un joven muy bello hijo del río Céfiso y de la ninfa Liríope. Debido a su gran belleza todas las personas que le rodeaban, incluidos muchachos, se enamoraban de él pero Narciso rechazaba a todos con idéntico desdén. Una de las mujeres que sufrió su abandono fue Eco, quien se consumió en unas rocas intentando consolar su sufrimiento. A causa de los males que Narciso había provocado a Eco, la diosa de la venganza divina, Némesis, castigó a Narciso haciendo que se enamorara de sí mismo, a través de su propia imagen reflejada en las aguas. Pasó el tiempo en este posición, y sujeto por su pasión, terminó tirándose a las aguas y muriendo ahogado. Donde su cuerpo cayó creció una bonita flor que hizo honor a su nombre y a su belleza.

Medusa



Era una de las tres Górgonas, las horrendas hijas de Forcis, uno de los dioses marinos y Ceto. Medusa al nacer estaba cubierta con todos los encantos personales que puedan imaginarse y admirados todos aquellos que la veían la felicitaban y alababan su hermosura, en especial, sus cabellos. Además, tenía muchos pretendientes. Sin embargo, Medusa, terriblemente engreída, se atrevió a afirmar que era superior a la diosa Atenea y por supuesto, mucho más bella que ella. Atenea no esperó más y convirtió a Medusa en una horrible mujer transformando en serpientes sus cabellos, cubriendo su cuerpo de escamas, le dio dos alas en la espalda, desfiguró su rostro, agrandó los dientes de Medusa convirtiéndolos en colmillos y la obligó a vivir siempre con la lengua fuera. No contenta con esto, también convirtió a sus hermanas. Se ha llegado a decir que las Górgonas compartían un solo diente, un solo ojo y un solo cuerno que se intercambiaban alternativamente. Como castigo aún mayor, Atenea embrujó a Medusa de tal forma que todo aquel que pudiera verla en su horrenda fealdad sería convertido en piedra. Tiempo después, el héroe Perseo, joven galante pero insensato, organizó una expedición para ir en su busca y matarla. Como ayuda, recibió el escudo de Atenea, la espada de Hermes y su talar y un casco dado por Hades que le convertía en invisible. Perseo atravesó el océano en su busca y la halló durmiendo, así como todas sus culebras. Entonces, movido su brazo por Atenea, ya que no podía mirar a Medusa, le cortó la cabeza y la mató. Las otras górgonas intentaron vengarse pero Perseo escapó sin problemas. Como resultado de la muerte de Medusa nació Pegaso. Más tarde, el héroe utilizó la cabeza de Medusa para defenderse del temido gigante Atlas pues se la lanzó y éste quedó convertido en montaña.

Pegaso



Era un caballo alado que nació de Poseidón y de la górgona Medusa, de cuyo cuello salió Pegaso cuando el héroe Perseo la venció y mató. Al poco tiempo de nacer, Pegaso dio una coz en el monte Helicón y en el acto empezó a fluir un manantial que parece ser la fuente de la inspiración divina y que se consagró a las Musas. Animados por este hecho y por el carácter mágico del magnífico caballo, fueron muchos los que intentaron atraparlo, aunque sin mucho éxito. Sin embargo, para Belerofonte, atrapar a Pegaso fue una obsesión. Belerofonte, que era príncipe de Corintio, pasó la noche en un templo de Atenea siguiendo el consejo de un adivino y ésta se le presentó de madrugada con una brida de oro indicándole que con ella podría atrapar a Pegaso, como así fue. El manso Pegaso se convirtió en una gran ayuda para Belerofonte que lo empleó en sus muchas aventuras contra las Amazonas y la Quimera, monstruo horrendo. Una vez, sin embargo, el henchido de orgullo Belerofonte intentó subir hasta el Olimpo, y allí, Pegaso, que no quería acercarse a los dioses, lo dejó caer, mientras Belerofonte vagaba sin rumbo por el mundo, rechazado por los dioses. Desde entonces, Pegaso se quedó en los establos del Olimpo y se convirtió en el medio de transporte del trueno y el rayo de Zeus.

Panacea



Era la diosa de la salud, hija de Asclepio y de Epione. Se decía que tenía capacidad para curar todos los males con sus hierbas y ungüentos, así pues seguía la tradición de su padre, dios de la medicina, y de su abuelo Apolo, también relacionado con estas actividades. De hecho, los tres son nombrados en el juramento hipocrático. El significado de la palabra actual "panacea" está ligado a esta diosa.

Prometeo



Era uno de los titanes, hijo de Jápeto y de la ninfa del mar Clímene o, según otras versiones, Temis. Prometeo y su hermano Epimeteo recibieron el encargo de crear la humanidad y de proveer a los seres humanos y a los animales de todo lo necesario para vivir. Epimeteo (cuyo nombre significa "ocurrencia tardía"), procedió en consecuencia a conceder a los animales atributos como el valor, la fuerza o la rapidez y los proveyó de todos los elementos necesarios para poder vivir en el mundo, tales como plumas, patas, o piel. Sin embargo, Epimeteo debía crear un ser superior a todos los demás pero no le quedaban más virtudes para ello y no tenía nada que conceder, así que le pidió ayuda a su hermano Prometeo, nombre que significa "prudencia". Para que los seres humanos fueran superiores a los animales, Prometeo decidió darles una forma más noble y permitirles caminar erguidos. Como don les dio el fuego, que había obtenido quemando una antorcha en el sol. El fuego era, sin duda, el don más valioso que Prometeo podía haber dado a la humanidad. Sin embargo, lo que Prometeo había hecho provocó las envidias y la ira de Zeus que buscaba constantemente el modo de sentirse superior a Prometeo. Entonces, ordenó a Hefesto que creara a partir de arcilla a la primera mujer de la historia, y la llamó Pandora. Pandora fue colmada de tributos y valores y le fue entregada a Prometeo como esposa. Sin embargo, éste recelaba de un regalo de sus enemigos (Zeus arrebató el poder a los titanes) e ignoró totalmente a Pandora, algo que sin embargo, no hizo su hermano, trayendo la desgracia al mundo. Prometeo quiso vengarse de Zeus y pagar engaño por engaño. Una vez, Prometeo sacrificó dos bueyes. En una pila dejó las partes comestibles del animal y todas sus entrañas y las recubrió con el vientre. En otra dejó los huesos bien tapados con la piel del animal. Zeus, entonces ingenuo, eligió la pila de los huesos. Al ver el engaño su ira no alcanzó fin y ordenó a Hermes que encerrase a Prometeo en una cueva del Cáucaso, donde un águila le devoraría las entrañas durante treinta mil años sin provocarle la muerte, porque éstas se regeneraban cada cierto tiempo. Su sufrimiento infinito fue atajado por Heracles / Hércules que lo liberó y mató al ave rapaz. Prometeo dio a los hombres la capacidad de trabajar y construir y les permitió domesticar a los animales y aprender a buscar frutos alimenticios. Por ello, se difundió por Grecia la idea que los dioses del Olimpo estaban profundamente celosos de Prometeo.

Heracles/Hércules



Fue un héroe tébano hijo de Zeus y de Alcmena, mujer del general Anfitrión. Para engendrarlo, puesto que Zeus deseaba fervientemente que su madre fuera Alcmena, Zeus se convirtió en la figura del marido de Alcmena y se unió a ella en su lecho la misma noche que Anfitrión, volviendo de una expedición, concibió junto a su mujer a Ificles, que nació al mismo tiempo que Heracles. Hera, decidida a matar al hijo de su infiel marido, y mucho más enfurecida por el hecho de que Zeus se jactaba de su hazaña entre los otros dioses, poco después del nacimiento de Heracles envió dos grandes serpientes para que acabaran con él. El niño era aún muy pequeño pero estranguló a las serpientes. Sin embargo, su madre le abandonó temiendo la ira de Hera y el bebé fue recogido por Hermes quien engañó a Hera de tal modo que ésta dio de amamantar a Heracles convirtiéndolo en inmortal. El héroe conquistó de joven a una tribu que exigía a Tebas el pago de un tributo y como recompensa pudo casarse con la princesa tebana Megara, con quien tuvo tres hijos. Toda esta fuerza y capacidades se debieron, en parte, a la educación que recibió de Quirón, de forma que llegó a ser el hombre más famoso y valiente de su tiempo. Sin embargo también fue educado por otros grandes maestros como Lino, Cástor y Radamante. Heracles debía obediencia a Euristeo, rey de Micenas. Esto se debe a que la diosa de la fortuna había decidido que el que naciera antes de entre ellos dos debería ser siervo del otro. Hera provocó el adelantamiento del nacimiento de Euristeo dos meses porque odiaba a Heracles. Euristeo, tirano despótico, llamó a su corte a Heracles y le encomendó la realización de doce duras empresas a cuya ejecución no pudo negarse el héroe debido al comentado voto de obediencia. Según otras leyendas, Heracles accedió a ponerse a las órdenes de Euristeo porque el oráculo de Delfos le había indicado que era la única forma de resarcir el asesinato de todos sus hijos, que Heracles había ejecutado enloquecido por Hera, aunque luego Atenea le devolvió la cordura. La primera prueba a la que debió hacer frente fue matar al león de Nemea, creado por Tifón, un animal al que no podía herirle arma alguna. Hércules primero aturdió al león con su garrote, le lanzó todas las flechas de su carcaj y después lo estranguló, obteniendo su piel como vestido. En su segunda prueba mató a la Hidra, que vivía en un pantano en Lerna, cerca de Argos. Este monstruo tenía nueve cabezas. Una cabeza era inmortal y, cuando le cortaban cualquiera de las otras, crecían dos en su lugar. Heracles quemó cada cuello mortal con una antorcha para impedir que crecieran otras nuevas y finalmente sepultó la cabeza inmortal bajo una roca. Después mojó sus flechas en la sangre de la Hidra para envenenarlas y poder hacer mejor frente a sus enemigos. Posteriormente Heracles tuvo que capturar viva a una cierva con cuernos de oro y pezuñas de bronce que estaba consagrada a Ártemis, diosa de la caza, y que corría a una enorme velocidad. Para lograr esta hazaña, Heracles la persiguió durante doce meses sin parar y finalmente cayó en sus trampas. El cuarto trabajo consistió en cazar a un gran jabalí cuya guarida estaba en el monte Erimanto en Arcadia. Cuando lo trajo, Euristeo tuvo que esconderse en un tonel del espanto que le produjo. A continuación, Heracles tuvo que limpiar en un día la suciedad acumulada durante treinta años por un rebaño de tres mil vacas en los establos de Augias. Desvió el cauce de dos ríos, haciendo que corrieran por los establos. En su siguiente trabajo apartó una enorme bandada de aves de picos, garras y alas de bronce que vivían junto al lago Estínfalo y atacaban a las gentes del lugar, y devastaban sus campos y cosechas, mediante flechas, no sin antes hacerlos salir del bosque con un címbalo que sonaba estruendoso cuando lo usaba Heracles. Para cumplir su séptimo trabajo, Heracles entregó a Euristeo un toro furioso que Poseidón, dios del mar, había enviado para aterrorizar a Creta. Posteriormente, Heracles tuvo que someter a las Amazonas, mujeres que mataban a sus hijos y educaban a sus hijas en la lucha. Para ello contó con la ayuda de Teseo, y finalmente, logró su objetivo, entregar el cinturón de la reina de todas ellas, Hipólita, a Euristeo. En su camino a la isla de Eritia para capturar los bueyes de Gerión, el monstruo de tres cabezas, Heracles erigió dos grandes columnas (los peñones de Gibraltar y de Ceuta) como monumentos conmemorativos de su hazaña en las que grabó la frase "non plus ultra" logrando comunicar el Mar Mediterráneo y el Atlántico. Después de que Heracles se llevara los bueyes, que eran custodiados noche y día por un perro de siete cabezas, inició el que era su undécimo trabajo. Fue a buscar las manzanas de oro de las hespérides para lo que Atlas, padre de éstas, tuvo que ayudarle. Heracles consiguió adormecer al dragón protector de las frutas y que nunca dormía y levantó el mundo bajo sus espaldas mientras Atlas recogía las manzanas de debajo de éste. El último y más difícil y decisivo trabajo de Heracles fue capturar a Cerbero, el perro de los infiernos, lo que consiguió sin ayuda de armas, como Hades le había hecho asegurar. Después de mostrarlo en Micenas, lo devolvió a su lugar. Estos doce trabajos dieron a Heracles una fama inmensa y se dedicó a exterminar la tiranía del mundo participando en muchas otras aventuras arriesgadas como cuando mató a la familia real de Egipto porque sacrificaban a todos los extranjeros o estranguló a Caco y Anteo, dos criminales. Heracles tuvo muchas amantes, y lograr sus atenciones le valió muchos problemas: para conquistar a Onfale debió despojarse de todo aquello que siempre había sido suyo, y el amor de Deyanira le supuso un nuevo enfrentamiento y asesinato, esta vez de Aqueloo. La muerte de Heracles vino directamente causada por la propia Deyanira. Un día cuando ambos viajaban juntos Heracles confió su esposa al centauro Neso para que la cruzara de una parte a otra del río mientras él recorría otra parte más intricada del mismo pero más interesante para sus propósitos. Sin embargo, Neso intentó poseer a Deyanira y Heracles acudió para matarlo, lo que consiguió, a pesar de su velocidad, lanzándole una flecha. Sin embargo, antes de morir, Neso le dio a Deyanira una túnica que, según él, servía para avivar el amor de los maridos infieles. Mucho tiempo después, cuando Heracles estaba de viaje y junto a la bella Iole en Eubea, Deyanira le envió la túnica y en cuanto Heracles, gozoso, la abrió, empezó a sufrir un fuerte dolor provocado por el intenso veneno que había consumido. Heracles, viendo que iba a morir, hizo una gigantesca pira con troncos de árboles, se tumbó en ella e hizo que Filoctetes la encendiera. Heracles murió de esta forma pero pronto fue sacado del Hades por los dioses que en agradecimiento a su comportamiento, lo subieron al Olimpo, lo convirtieron en dios y lo desposaron con Hebe. Uno de los nombres por el que era conocido, Alcides, otro personaje de la mitología, se debe a que este nombre significa "el fuerte".

Asclepio



Era hijo de Apolo y de Corónide, una hermosa muchacha de Tesalia. Ésta le era infiel, por lo que Apolo la mató entregando a su hijo recién nacido al centauro Quirón para que lo criara. Quirón le educó en la ciencia de la medicina y le enseñó todo sobre las hierbas, las plantas y la composición de los medicamentos, dando lugar a que, gracias a su inteligencia, Asclepio sobrepasara las capacidades de su maestro. Tuvo ocasión de demostrar sus aptitudes acompañando a los Argonautas en su expedición a la Cólquide, pero no se contentó sólo con curar a los enfermos sino que también ideó un sistema para resucitar a los muertos con lo que dio vida a gran cantidad de personajes. Esto provocó que el Hades se quedará vacío por lo que el dios de este inframundo se quejó a Zeus quien le mató con uno de sus rayos. Su muerte provocó su engrandecimiento y Asclepio se convirtió, así, en dios de la medicina. Se le representa como un hombre barbudo con un palo con una serpiente enroscada y va acompañado de un gallo a sus pies, símbolo de vigilancia. Sus hijos Podaliro y Macaonte también fueron grandes médicos
a la par que bravos soldados. Los enfermos de Grecia creían que si acudían a algún templo a él consagrado y le ofrecían sacrificios éste se les aparecería en sueños recetándoles un remedio a su
problema.

La Ocasión



La Ocasión disponía los momentos más afortunados para realizar cualquier empresa determinada. Era la diosa de la oportunidad. La Ocasión es representada de una forma curiosa. Es una doncella con un solo mechón de pelo en la cabeza. Uno de sus pies descansan sobre una rueda que gira sin parar mientras que el otro pende en el aire. Porta una navaja que indica que las oportunidades hay que aceptarlas y romper todas las dificultades que nos impiden aceptarla porque es muy fugitiva y pasa rápido.

Las musas


Eran nueve diosas hijas de Zeus y de Mnemosine que protegían las artes, las ciencias y las letras. Nacieron en la cumbre del Piero pero moraron sucesivamente por diversos territorios montadas en Pegaso, aunque acudían a menudo al Olimpo porque Zeus solicitaba sus actuaciones para divertimento de todos los dioses. Debido a sus grandes capacidades hubo diversos intentos de dominarlas y recluirlas, o incluso, vencerlas en capacidad artística. Lo primero fue intentado por Pireneo, rey de la Fócida, quien cuando las Musas paseaban solas muy alejadas de sus moradas y en pleno vendaval les ofreció asilo y cuando éstas aceptaron, las encerró en su palacio. Sin embargo, antes de que el tirano pudiese consumar ninguna de sus fechorías, las nueve muchachas se proveyeron de alas y lograron escapar, provocando la muerte de Pireneo mientras las perseguía. Por su parte, lo segundo fue intentado por las Piérides, hijas de Piero, rey de Macedonia que apostaron diversos territorios con las Musas a que serían mejores que ellas en el canto y la poesía. Las Piérides trataron sobre las luchas entre Zeus y los titanes pero sin ritmo, ni gracia, ni vida, ni concordancia. Las Musas, por su parte, trataron sobre el poder de Zeus y la desesperación de Démeter y en cuanto terminaron, las ninfas, que eran el jurado, le dieron la victoria. Entonces, las hijas de Piero se abalanzaron sobre las ganadoras pero al momento se convirtieron en urracas, conservando bajo esa forma su temperamento y charlatanería. Las Musas eran representadas como muchachas jóvenes, bellas y sencillas, sentadas todas juntas en círculo bajo palmeras o laureles. A menudo iban acompañadas de Apolo, que las dirigía, y también de las tres Gracias. Su culto se celebraba sobre todo en el Helicón, Beocia y en Macedonia. Cada una de las nueve Musas estaba especializada en un tema diferente. Calíope defendía la poesía heroica por lo que solía portar obras como la Odisea, la Iliada o la Eneida. Clío presidía la historia y se encargaba de poner de relieve las grandes hazañas del mundo. Melpómene inspiraba la tragedia e iba vestida como una sobria y gran actriz
dramática con una maza que indica que la tragedia es un arte difícil que exige un genio privilegiado y una imaginación vigorosa. Talía iba caracterizada de forma equivalente a un payaso de la actualidad pues era la musa de la comedia. Euturpe, siempre con su flauta, era, pues, la especializada en la música y se relacionaba mucho con Terpsícore, diosa de la danza. Erato inspiraba la poesía lírica y amorosa por lo que iba caracterizada como Eros en algunas ocasiones y con un laúd, instrumento que ella inventó y una corona de rosas y mirto en otras. Polimnia, en actitud pensativa, defendía la poesía sagrada. Por último, Urania, musa de la astronomía, iba acompañada de un globo terráqueo y de un compás para medirlo.

Valquirias


Hijas de Odín, bellísimas y fortísimas guerreras, armadas de yelmo, escudo, coraza y lanza. Su tarea era la de ayudar a los valientes en las batallas, a las que acudían a través de los montones de cadáveres, cabalgando corceles encantados. Cogían a los héroes moribundos, los reanimaban con un beso y los conducían al Walhalla (paraíso de los héroes), residencia habitual de Odín. Allí les dejaban reposar, alimentándolos con hidromiel y deleitándolos con las bellezas de aquella morada. La residencia habitual de las Valquirias era el Wingolf, su mundo en exclusiva, situado al lado del Walhalla. Eran muy numerosas y las comandaba Freya, a la que debían obedecer siempre, bajo pena de severos castigos, el más humillante de los cuales era la pérdida de la categoría de Valquiria. Belicosas, pero siempre vírgenes, tenían la facultad de transformarse en cisnes.
La más célebre de las Valquirias, hecha famosa por Richard Wagner, fue Brunilda. Las más mencionadas son: Mista, Rista, Hilda, Thruda, Hlök, Herfjotern, Ragyd, Gud, Skogul y Hrund. La más bella era Hnos.

Odín - El furor


Maestro de la sabiduría y de las ciencias ocultas. Odín es el dios de los poetas, los extáticos y los guerreros.
Odín, Odhinn, Wotan, o Woden, es un gran anciano barbudo y tuerto, plegado en dos, vestido con un viejo abrigo raído, de múltiples colores y un sombrero de bordes anchos. Lleva un "Draupnir" (anillo de oro), del cual sale cada nueve noches un nuevo anillo, tan bello como el primero. Está armado con una lanza llamada "Gungnir", fabricada por los Enanos. Su caballo, "Sleipnir", tiene ocho patas, galopa tanto en tierra como en el aire y sobre el océano.
Se le atribuyen tres mujeres: Jord (La Tierra de los Orígenes), Frigga (La Tierra Habitada) y Rind (La Tierra que se Vuelve Inculta). De ese modo Odín resume la historia del mundo. De la tres mujeres, Frigga es su preferida que se sienta con Odín en el alto asiento, el "Hlidskjalf", desd el cual se puede comtemplar y oír todo el universo.
Odín se llama "Rafnagud" (El Dios de los Cuervos), efectivamente, dos cuervos están sobre sus hombros, son: Hugin (el pensamiento) y Munin (la memoria), que vuelan por el mundo para ver y escuchar lo que ocurre. Vuelven luego para contarle al oído lo que saben. Odín es así el detentador de todo saber.
Odín es fogoso, sólo se alimenta de vino y representa las fuerzas incontrolables y frenéticas que se apoderan del amante en el momento del orgasmo, del poeta en plena improvisación, del sacerdote en sus trances, y del guerrero salvaje en lo más fuerte del combate. Es el poder del instinto, el exceso de la rabia que da fuerzas sobrehumanas.
Retorcido y cínico, inspira la bribonada que engaña al enemigo y la astucia que da la victoria, sabe volver ciego al adversario y lo paraliza de terror. Le gustan los guerreros intrépidos, y con la Valquirias, los elige en el campo de batalla, les destina una muerte gloriosa y los lleva a su Walhalla, donde viven alegres festejando y peleándose sin daño, esperando el combate del último día.
Es también Valfadir (El Padre de los Matados).
Despreciando el sufrimiento, lo acepta para sí mismo y lo provoca en los demás sin ninguna emoción. A Odín le gusta el poder y la potencia. Es cruel y aficionado a los sacrificios humanos, particularmente a los sacrificios de reyes que le permiten afirmar su preeminencia.
Odín es soberano, es el primero y el más viejo de los Ases; reina sobre todas las cosas, y aunque los demás dioses sean poderosos, todos le sirven como hijos que sirven a su padre.
Gran viajero, Odín anda siempre por montes y valles. Quiere conocerlo todo, saberlo todo. Odín está dispuesto a todo para alcanzar su meta. La sabiduría no se paga ni con oro ni con plata, dá pues un ojo para convertirse en un verdadero vidente, Así Odín se quedará tuerto.

Thor - El dios del martillo

Thor o Donar es hijo de Odín y de Jord (La Tierra Salvaje). Dios de edad madura con la barba pelirroja, los hombros anchos, los músculos nudosos y el vientre plano. Es guerrero, enemigo de los gigantes y defensor de los hombres. Está armado con el martillo Mjöllnir (El Destructor) que es semejante al trueno y tiene la particularidad de volver automáticamente a las manos de quién lo envía (lanza). Va provisto también de un cinturón mágico que dobla la fuerza de quien lo lleva y viste guantes de hierro. Por ser el poseedor de estas armas es el garante de la soberanía de los dioses Ases y su defensor.

Thor es el dios amado por los vikingos, pues, como ellos, es libre. Asegura habitualmente la prosperidad de su dominio, aunque esté tentado de vez en cuando por expediciones militares que traen botines; como a ellos, le gusta hacer jugarretas y es muy aficionado a las bromas, a veces vulgares.