domingo, 13 de septiembre de 2009

Voltaire - Memnón o la sabiduría humana

Memnón concibió un día la extravagante idea de ser completamente cuerdo, locura
que pocos hombres han dejado de sufrir. Memnón discurría así:
—Para ser muy cuerdo, y, en consecuencia muy feliz, basta con no dejarse arrastrar
de las pasiones, cosa fácil como nadie ignora. Lo primero, nunca he de amar a ninguna
mujer. Cuando contemple a una mujer hermosa me diré a mí mismo: «Llegará un día en
que esa cara se llene de arrugas, esos bellos ojos perderán su brillo, ese busto firme y
turgente se volverá fofo y caído, esa abundancia de pelo se trocará en calvicie.» Me
bastará figurarme entonces cómo será esa linda cabeza para que no me haga perder la
mía. Lo segundo, siempre seré sobrio por más que me tiente la gula, los vinos exquisitos
y el placer de las fiestas. Tendré muy en cuenta las consecuencias de los excesos de la
mesa: el estómago estropeado, la cabeza pesada, la incapacidad para el trabajo. Comeré
con sobriedad y con el goce de la salud, mis ideas serán claras y felices. Luego —
continuaba Memnón—, no descuidaré mi hacienda. Soy hombre moderado. Tengo un
capital que me produce buena renta y otro capital que maneja para acrecentarlo el
tesorero general de Nínive. Con ellos puedo vivir sin depender de nadie, que es la
mayor fortuna. No necesitaré nunca ir a besar manos de palaciegos, ni envidiaré a nadie,
ni de nadie seré envidiado. Amigos tengo —dijo, en fin—, y los conservaré, porque
jamás he de serles desleal y ellos serán buenos conmigo y yo con ellos; tampoco en esto
hay dificultad.
Formado así su plan, se puso a pasear por su cuarto y luego se asomó a la ventana.
Dos señoras que iban por la calle llamaron su atención; una era vieja y la otra moza,
linda y por lo mucho que gemía y lloraba debía sufrir una gran pena. Su congoja la
favorecía y daba una gracia especial.
Impresionado nuestro sabio, no por la belleza de la muchacha, pues estaba seguro
de no rendirse a tal debilidad, sino por el desconsuelo de que daba muestra, bajó y
acercóse piadoso a la joven ninivita. Contóle ésta con la más ingenua y tierna expresión
las maldades de que la hacía víctima un tío suyo (que no tenía), las mañas con que la
había privado de una fortuna (que nunca había poseído) y el temor que le causaban su
violencia y brutalidad.
—Vos parecéis hombre discreto —le dijo—. Si me hicieseis el favor de venir a mi
casa yo os explicaría mi situación y estoy segura de que me sacaríais del apuro en que
me veo.
No tuvo reparo Memnón en acompañarla para examinar despacio sus asuntos y
darle buenos consejos.
Una vez en su casa condújole, la afligida damisela, a una alcoba perfumada, le dijo
que se sentase en un blando sofá que allí había y sentóse ella frente a él. Hablaba la
joven bajando los ojos y enjugándose las lágrimas de vez en cuando. Al levantarlos
siempre se cruzaban sus miradas con las del sensato Memnón. Sus palabras se hacían
más afectuosas cuando ambos se miraban. Memnón se interesaba más y más en lo que
oía, aumentando su deseo de servir a tan hermosa y desdichada criatura. Con el calor de
la conversación, se fueron acercando poco a poco, hasta que los consejos de Memnón
hiciéronse tan cariñosos y próximos a la muchacha, que ni ésta ni aquél sabían ya dónde
estaban, ni si realmente hablaban o no.
Fue en este momento preciso cuando, como ya el lector se habrá imaginado, se
presentó el tío, armado de punta en blanco. El hombre empezó a vociferar y a decir que
iba a matar a su sobrina y al sabio Memnón. Luego, ya calmado, manifestó que sólo les
perdonaría si el galante caballero le entregaba una fuerte cantidad.
Memnón le dio cuanto dinero tenía. Y menos mal que su aventura no le trajo
consecuencias peores, pues todavía no se había descubierto América y las bellas
afligidas no resultaban tan peligrosas como en nuestros tiempos.
Confuso e indignado, Memnón volvió a su casa, donde le esperaba la invitación de
unos amigos para comer con ellos.
—Si me quedo solo en casa —dijo— me entristeceré más y puedo caer malo; mejor
es ir a comer en su compañía, que al fin son amigos íntimos; me distraeré y olvidaré el
disparate que he cometido.
Fue a la comida, y sus amigos, viendo que estaba algo triste, le obligaron a que
bebiese para disipar su melancolía. El vino, si se bebe con moderación es medicina para
el ánimo y para el cuerpo; así pensaba el sabio Memnón, pero a pesar de ello se
embriagó. Propusiéronle jugar a los naipes; el juego, cuando no se exponen cantidades
importantes, es una diversión inocente. Pero Memnón perdió cuanto llevaba en el
bolsillo, y cuatro veces más sobre su palabra. Una de las jugadas produjo una disputa, e
irritados los ánimos, el más íntimo de aquellos amigos suyos le tiró a la cabeza un
cubilete, con tanta fuerza, que le saltó un ojo. Total, que llevaron a su casa al sabio
Memnón borracho, sin dinero y con un ojo menos.
Después de dormir un rato, Memnón envía a su criado a casa del tesorero general de
Nínive para que le diera dinero y poder pagar a sus amigos las deudas del juego. A poco
vuelve su criado con la noticia de que el tesorero ha suspendido pagos y defraudado una
gran cantidad.
Angustiado Memnón corre a Palacio con un parche en el ojo y un memorial en la
mano, pidiendo justicia al rey contra el tesorero. En la antecámara vio a muchas damas,
todas como peonzas al revés, con elegantes tontillos de cinco metros de circunferencia y
diez de cola. Una dama que le conocía, dijo, mirándole a hurtadillas:
—¡Jesús, qué horror!
Y otra, que era muy amiga suya:
—Buenas tardes, señor Memnón —le dijo—, cuánto me alegro de veros señor
Memnón. Créame que me encanta encontraros. Pero decidme, ¿quién os ha dejado
tuerto, señor Memnón?
Dicho esto se fue sin aguardar respuesta.
Ocultóse Memnón lo mejor que pudo en espera de que pasase el rey y cuando éste
apareció, Memnón, después de besar el suelo tres veces, le alargó un memorial, que
tomó el soberano con mucha afabilidad y pasó a uno de sus ministros para que se
informase. El ministro llamó aparte a Memnón, para decirle en tono de mofa no exento
de cólera:
—Sois un tuerto bastante atrevido. ¿Por qué habéis entregado al rey un memorial en
vez de enviármelo a mí? El tesorero es hombre honesto y yo le protejo porque es
sobrino de una doncella de mi querida. No deis un paso más en este asunto si no queréis
perder el ojo sano que os queda.
De esa suerte, Memnón, que por la mañana había tomado la resolución de no amar,
de no acudir a festines, ni jugar, ni reñir con nadie, ni, sobre todo, poner los pies en
Palacio, antes de anochecer había sido engañado por una mujer, se había emborrachado,
había jugado, le habían saltado un ojo en una riña y había ido a Palacio donde se
burlaron de él.
Confuso, abrumado por sus desgracias, regresó a su casa. Al ir a entrar vio que se
hallaba llena de alguaciles y escribanos, que le estaban embargando los muebles a
petición de sus acreedores. Casi sin sentido permaneció inmóvil bajo una palmera.
A poco acertó a pasar por allí la bella damisela de aquella mañana. Iba paseando
con su amado tío y no pudo contener la risa al observar a Memnón con su parche. Ya de
noche se acostó Memnón sobre un montón de paja, cerca de los muros de su casa.
Acometióle un acceso de fiebre y con ella una pesadilla: se le apareció en su letargo un
espíritu celeste, resplandeciente como el sol y provisto de seis hermosas alas, pero sin
pies, cabeza ni cola, un ser que no tenía semejanza con ninguna criatura humana.
—¿Quién eres? —le dijo Memnón.
—Tu genio protector —le respondió la aparición.
—Pues devuélveme —repuso Memnón— mi ojo, mi salud, mi dinero y mi cordura.
Y en seguida le contó todo lo que había perdido aquel día y de qué manera.
—Aventuras son esas —replicó el espíritu— que nunca suceden en el mundo donde
nosotros vivimos.
—Pues, ¿en qué mundo vivís?
—Mi patria dista quinientos millones de leguas del sol, y es aquella estrellita junto a
Sirio que puedes observar desde aquí.
—¡Admirable país! —dijo Memnón—. Así pues, ¿no tenéis allá bribonas que
engañen a los hombres de bien, ni amigos que les estafen su dinero y les destrocen un
ojo, ni deudores que quiebren, ni ministros que se rían de vosotros mientras os niegan
justicia?
—No —le dijo el habitante de la minúscula estrella—. Nada de eso; no nos engañan
las mujeres, porque no las hay; no somos glotones, porque no comemos; no nos pueden
sacar los ojos, porque en nada se parece nuestro cuerpo al vuestro; ni los ministros
cometen injusticias, porque todos somos iguales y no hay ministros.
Dijóle entonces Memnón:
—Pero sin mujeres y sin comer, ¿en qué pasáis el tiempo?
—En cuidar —dijo el genio— de los demás mundos que están a nuestro cargo. Por
eso he venido a consolarte.
—¡Ay! —replicó Memnón—. ¿Y por qué no vinisteis anoche para evitar que
hiciera tanto disparate?
—Porque fui a consolar a Asan, tu hermano mayor, que es más desventurado que
tú, pues has de saber que Su Graciosa Majestad el Rey de las Indias, en cuyo palacio
tiene el honor de ocupar un cargo, le mandó arrancar los dos ojos por haber cometido
leve falta. Ahora le tienen en un calabozo amarrado de pies y manos.
—¡Pardiez! —exclamó Memnón—. ¡Pues sí que nos sirve de mucho a la familia,
que nos proteja un genio bueno! De dos hermanos que somos, el uno está ciego y el otro
tuerto, el uno tirado entre paja y el otro en una cárcel.
—Tu suerte cambiará —dijo el genio protector—. Verdad es que ya en toda tu vida
no dejarás de ser tuerto; pero aparte de eso, serás feliz a condición de que no cometas
nunca la locura de pretender ser cuerdo del todo.
—¿Es que eso no es posible? —preguntó Memnón reprimiendo un sollozo.
—No. Como no es posible ser del todo inteligente, del todo sano, del todo poderoso
o del todo feliz. Nosotros mismos estamos lejos de serlo. Sin embargo, existe un mundo
donde eso se logra; pero a ese sólo se llega después de pasar grado a grado por los cien
mil millones de mundos que ruedan por el espacio. En el segundo hay menos placer y
menos sabiduría que en el primero; en el tercero menos que en el segundo, y así
sucesivamente hasta el último, en el que ya todos sus habitantes están locos del todo.
—Mucho me temo —dijo Memnón—, que esa gran casa de orates del universo lo
sea precisamente el mundo en que vivimos nosotros.
—No tanto, no tanto —dijo el espíritu—; pero cerca le anda.
—Entonces —replicó Memnón—, ¿ciertos poetas y ciertos filósofos que afirman
que «todo es como debe ser» están equivocados?
—No. Tienen razón —dijo el filósofo del otro mundo—, si consideramos el
universo en su conjunto
—¡Ah! —respondió el pobre Memnón—. Ahí tenéis una cosa en que no creeré
mientras sea tuerto.

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