domingo, 13 de septiembre de 2009

Voltaire - Historia de un buen brahma

En mis viajes encontré un brahma anciano, sujeto muy cuerdo, instruído y discreto,
y con esto rico, cosa que le hacía más cuerdo; porque como no le faltaba nada, no
necesitaba engañar a nadie. Gobernaban su familia tres mujeres muy hermosas, cuyo
esposo era; y cuando no se recreaba con sus mujeres, se ocupaba en filosofar. Vivía
junto a su casa, que era hermosa, bien alhajada y con amenos jardines, una india vieja,
tonta y muy pobre.
Díjome un día: Quisiera no haber nacido. Preguntéle porqué, y me respondió:
- Cuarenta años ha que estoy estudiando, y los cuarenta los he perdido; enseño a los
demás y lo ignoro todo. Este estado me tiene tan aburrido y tan descontento, que no
puedo aguantar la vida; he nacido, vivo en el tiempo, y no sé qué cosa es el tiempo; me
hallo en un punto entre dos eternidades, como dicen nuestros sabios, y no tengo idea de
la eternidad; consto de materia, pienso, y nunca he podido averiguar la causa eficiente
del pensamiento; ignoro si es mi entendimiento una mera facultad, como la de andar y
digerir, y si pienso con mi cabeza lo mismo que palpo con mis manos. No solamente
ignoro el principio de mis pensamientos, también se me esconde igualmente el de mis
movimientos; no sé porqué existo, y no obstante todos los días me hacen preguntas
sobre todos estos puntos; y como tengo que responder con precisión y no sé que decir,
hablo mucho, y después de haber hablado me quedo avergonzado y confuso de mí
mismo. Peor es todavía cuando me preguntan si Dios es eterno. A Dios lo pongo por
testigo de que no lo sé, y bien se echa de ver en mis respuestas. Reverendo Padre, me
dicen, explicadme cómo el mal inunda la tierra entera. Tan adelantado estoy yo como
los que me hacen esta pregunta: unas veces les digo que todo está perfectísimo; pero los
que han perdido su patrimonio y sus miembros en la guerra no lo quieren creer ni yo
tampoco, y me vuelvo a mi casa abrumado por mi curiosidad e ignorancia. Leo nuestros
libros antiguos, y me ofuscan más las tinieblas. Hablo con mis compañeros: unos me
aconsejan que disfrute de la vida y me ría de la gente; otros creen que saben algo y se
descarrían en sus desatinos, y todo la angustia que padezco. Muchas veces estoy a pique
de desesperarme, contemplando que al cabo de todas mis investigaciones, no sé ni de
donde vengo, ni qué soy, ni adónde iré, ni qué ser.
Causóme lástima de veras el estado de este buen hombre, que era el más racional, y
me convencí de que era más desdichado el que más entendimiento tenía y era más
sensible.
Aquel mismo día visité a la vieja vecina suya, y le pregunté si se había
apesadumbrado alguna vez por no saber qué era su alma, y ni siquiera entendió mi
pregunta. Ni un instante en toda su vida había reflexionado en alguno de los puntos que
tanto atormentaban al buen brahma; creía con toda su alma en Dios y se tenía por la más
dichosa mujer, con tal que de cuando en cuando tuviese agua para bañarse.
Atónito de la felicidad de esta pobre mujer, me volví a ver a mi filósofo y le dije:
- ¿No tenéis vergüenza de vuestra desdicha, cuando a la puerta de vuestra casa hay
una vieja autómata que en nada piensa y vive contentísima?
- Razón tenéis –me respondió-, y cien veces he dicho para mí que sería muy feliz si
fuera tan tonto como mi vecina; más no quiero gozar semejante felicidad.
Más golpe me dio esta respuesta del buen hombre que todo cuanto primero me
había dicho; y examinándome a mí mismo, ví que efectivamente no quisiera yo ser feliz
a cambio de ser un majadero.
Se propuso el caso a varios filósofos, y todos fueron de mi parecer. No obstante,
decía yo para mí, rara contradicción es pensar así, porque al cabo lo que importa es ser
feliz, y nada monta tener entendimiento o ser necio. También digo: los que viven
satisfechos con su suerte, bien ciertos están de que viven satisfechos; y los que
discurren, no lo están de que discurren bien. Entonces, es claro que debiera escoger uno
no tener migaja de razón , si en algo contribuye la razón a nuestra infelicidad. Todos
fueron de mi mismo parecer, pero ninguno quiso entrar en el ajuste de volverse tonto
por vivir contento.
De aquí saco que si hacemos mucho aprecio de la felicidad, más aprecio hacemos
todavía de la razón. Y reflexionándolo bien, parece que preferir la razón a la felicidad,
es garrafal desatino. ¿Pues, cómo hemos de explicar esta contradicción? Lo mismo que
todas las demás, y sería el cuento de nunca acabar.

Voltaire - Memnón o la sabiduría humana

Memnón concibió un día la extravagante idea de ser completamente cuerdo, locura
que pocos hombres han dejado de sufrir. Memnón discurría así:
—Para ser muy cuerdo, y, en consecuencia muy feliz, basta con no dejarse arrastrar
de las pasiones, cosa fácil como nadie ignora. Lo primero, nunca he de amar a ninguna
mujer. Cuando contemple a una mujer hermosa me diré a mí mismo: «Llegará un día en
que esa cara se llene de arrugas, esos bellos ojos perderán su brillo, ese busto firme y
turgente se volverá fofo y caído, esa abundancia de pelo se trocará en calvicie.» Me
bastará figurarme entonces cómo será esa linda cabeza para que no me haga perder la
mía. Lo segundo, siempre seré sobrio por más que me tiente la gula, los vinos exquisitos
y el placer de las fiestas. Tendré muy en cuenta las consecuencias de los excesos de la
mesa: el estómago estropeado, la cabeza pesada, la incapacidad para el trabajo. Comeré
con sobriedad y con el goce de la salud, mis ideas serán claras y felices. Luego —
continuaba Memnón—, no descuidaré mi hacienda. Soy hombre moderado. Tengo un
capital que me produce buena renta y otro capital que maneja para acrecentarlo el
tesorero general de Nínive. Con ellos puedo vivir sin depender de nadie, que es la
mayor fortuna. No necesitaré nunca ir a besar manos de palaciegos, ni envidiaré a nadie,
ni de nadie seré envidiado. Amigos tengo —dijo, en fin—, y los conservaré, porque
jamás he de serles desleal y ellos serán buenos conmigo y yo con ellos; tampoco en esto
hay dificultad.
Formado así su plan, se puso a pasear por su cuarto y luego se asomó a la ventana.
Dos señoras que iban por la calle llamaron su atención; una era vieja y la otra moza,
linda y por lo mucho que gemía y lloraba debía sufrir una gran pena. Su congoja la
favorecía y daba una gracia especial.
Impresionado nuestro sabio, no por la belleza de la muchacha, pues estaba seguro
de no rendirse a tal debilidad, sino por el desconsuelo de que daba muestra, bajó y
acercóse piadoso a la joven ninivita. Contóle ésta con la más ingenua y tierna expresión
las maldades de que la hacía víctima un tío suyo (que no tenía), las mañas con que la
había privado de una fortuna (que nunca había poseído) y el temor que le causaban su
violencia y brutalidad.
—Vos parecéis hombre discreto —le dijo—. Si me hicieseis el favor de venir a mi
casa yo os explicaría mi situación y estoy segura de que me sacaríais del apuro en que
me veo.
No tuvo reparo Memnón en acompañarla para examinar despacio sus asuntos y
darle buenos consejos.
Una vez en su casa condújole, la afligida damisela, a una alcoba perfumada, le dijo
que se sentase en un blando sofá que allí había y sentóse ella frente a él. Hablaba la
joven bajando los ojos y enjugándose las lágrimas de vez en cuando. Al levantarlos
siempre se cruzaban sus miradas con las del sensato Memnón. Sus palabras se hacían
más afectuosas cuando ambos se miraban. Memnón se interesaba más y más en lo que
oía, aumentando su deseo de servir a tan hermosa y desdichada criatura. Con el calor de
la conversación, se fueron acercando poco a poco, hasta que los consejos de Memnón
hiciéronse tan cariñosos y próximos a la muchacha, que ni ésta ni aquél sabían ya dónde
estaban, ni si realmente hablaban o no.
Fue en este momento preciso cuando, como ya el lector se habrá imaginado, se
presentó el tío, armado de punta en blanco. El hombre empezó a vociferar y a decir que
iba a matar a su sobrina y al sabio Memnón. Luego, ya calmado, manifestó que sólo les
perdonaría si el galante caballero le entregaba una fuerte cantidad.
Memnón le dio cuanto dinero tenía. Y menos mal que su aventura no le trajo
consecuencias peores, pues todavía no se había descubierto América y las bellas
afligidas no resultaban tan peligrosas como en nuestros tiempos.
Confuso e indignado, Memnón volvió a su casa, donde le esperaba la invitación de
unos amigos para comer con ellos.
—Si me quedo solo en casa —dijo— me entristeceré más y puedo caer malo; mejor
es ir a comer en su compañía, que al fin son amigos íntimos; me distraeré y olvidaré el
disparate que he cometido.
Fue a la comida, y sus amigos, viendo que estaba algo triste, le obligaron a que
bebiese para disipar su melancolía. El vino, si se bebe con moderación es medicina para
el ánimo y para el cuerpo; así pensaba el sabio Memnón, pero a pesar de ello se
embriagó. Propusiéronle jugar a los naipes; el juego, cuando no se exponen cantidades
importantes, es una diversión inocente. Pero Memnón perdió cuanto llevaba en el
bolsillo, y cuatro veces más sobre su palabra. Una de las jugadas produjo una disputa, e
irritados los ánimos, el más íntimo de aquellos amigos suyos le tiró a la cabeza un
cubilete, con tanta fuerza, que le saltó un ojo. Total, que llevaron a su casa al sabio
Memnón borracho, sin dinero y con un ojo menos.
Después de dormir un rato, Memnón envía a su criado a casa del tesorero general de
Nínive para que le diera dinero y poder pagar a sus amigos las deudas del juego. A poco
vuelve su criado con la noticia de que el tesorero ha suspendido pagos y defraudado una
gran cantidad.
Angustiado Memnón corre a Palacio con un parche en el ojo y un memorial en la
mano, pidiendo justicia al rey contra el tesorero. En la antecámara vio a muchas damas,
todas como peonzas al revés, con elegantes tontillos de cinco metros de circunferencia y
diez de cola. Una dama que le conocía, dijo, mirándole a hurtadillas:
—¡Jesús, qué horror!
Y otra, que era muy amiga suya:
—Buenas tardes, señor Memnón —le dijo—, cuánto me alegro de veros señor
Memnón. Créame que me encanta encontraros. Pero decidme, ¿quién os ha dejado
tuerto, señor Memnón?
Dicho esto se fue sin aguardar respuesta.
Ocultóse Memnón lo mejor que pudo en espera de que pasase el rey y cuando éste
apareció, Memnón, después de besar el suelo tres veces, le alargó un memorial, que
tomó el soberano con mucha afabilidad y pasó a uno de sus ministros para que se
informase. El ministro llamó aparte a Memnón, para decirle en tono de mofa no exento
de cólera:
—Sois un tuerto bastante atrevido. ¿Por qué habéis entregado al rey un memorial en
vez de enviármelo a mí? El tesorero es hombre honesto y yo le protejo porque es
sobrino de una doncella de mi querida. No deis un paso más en este asunto si no queréis
perder el ojo sano que os queda.
De esa suerte, Memnón, que por la mañana había tomado la resolución de no amar,
de no acudir a festines, ni jugar, ni reñir con nadie, ni, sobre todo, poner los pies en
Palacio, antes de anochecer había sido engañado por una mujer, se había emborrachado,
había jugado, le habían saltado un ojo en una riña y había ido a Palacio donde se
burlaron de él.
Confuso, abrumado por sus desgracias, regresó a su casa. Al ir a entrar vio que se
hallaba llena de alguaciles y escribanos, que le estaban embargando los muebles a
petición de sus acreedores. Casi sin sentido permaneció inmóvil bajo una palmera.
A poco acertó a pasar por allí la bella damisela de aquella mañana. Iba paseando
con su amado tío y no pudo contener la risa al observar a Memnón con su parche. Ya de
noche se acostó Memnón sobre un montón de paja, cerca de los muros de su casa.
Acometióle un acceso de fiebre y con ella una pesadilla: se le apareció en su letargo un
espíritu celeste, resplandeciente como el sol y provisto de seis hermosas alas, pero sin
pies, cabeza ni cola, un ser que no tenía semejanza con ninguna criatura humana.
—¿Quién eres? —le dijo Memnón.
—Tu genio protector —le respondió la aparición.
—Pues devuélveme —repuso Memnón— mi ojo, mi salud, mi dinero y mi cordura.
Y en seguida le contó todo lo que había perdido aquel día y de qué manera.
—Aventuras son esas —replicó el espíritu— que nunca suceden en el mundo donde
nosotros vivimos.
—Pues, ¿en qué mundo vivís?
—Mi patria dista quinientos millones de leguas del sol, y es aquella estrellita junto a
Sirio que puedes observar desde aquí.
—¡Admirable país! —dijo Memnón—. Así pues, ¿no tenéis allá bribonas que
engañen a los hombres de bien, ni amigos que les estafen su dinero y les destrocen un
ojo, ni deudores que quiebren, ni ministros que se rían de vosotros mientras os niegan
justicia?
—No —le dijo el habitante de la minúscula estrella—. Nada de eso; no nos engañan
las mujeres, porque no las hay; no somos glotones, porque no comemos; no nos pueden
sacar los ojos, porque en nada se parece nuestro cuerpo al vuestro; ni los ministros
cometen injusticias, porque todos somos iguales y no hay ministros.
Dijóle entonces Memnón:
—Pero sin mujeres y sin comer, ¿en qué pasáis el tiempo?
—En cuidar —dijo el genio— de los demás mundos que están a nuestro cargo. Por
eso he venido a consolarte.
—¡Ay! —replicó Memnón—. ¿Y por qué no vinisteis anoche para evitar que
hiciera tanto disparate?
—Porque fui a consolar a Asan, tu hermano mayor, que es más desventurado que
tú, pues has de saber que Su Graciosa Majestad el Rey de las Indias, en cuyo palacio
tiene el honor de ocupar un cargo, le mandó arrancar los dos ojos por haber cometido
leve falta. Ahora le tienen en un calabozo amarrado de pies y manos.
—¡Pardiez! —exclamó Memnón—. ¡Pues sí que nos sirve de mucho a la familia,
que nos proteja un genio bueno! De dos hermanos que somos, el uno está ciego y el otro
tuerto, el uno tirado entre paja y el otro en una cárcel.
—Tu suerte cambiará —dijo el genio protector—. Verdad es que ya en toda tu vida
no dejarás de ser tuerto; pero aparte de eso, serás feliz a condición de que no cometas
nunca la locura de pretender ser cuerdo del todo.
—¿Es que eso no es posible? —preguntó Memnón reprimiendo un sollozo.
—No. Como no es posible ser del todo inteligente, del todo sano, del todo poderoso
o del todo feliz. Nosotros mismos estamos lejos de serlo. Sin embargo, existe un mundo
donde eso se logra; pero a ese sólo se llega después de pasar grado a grado por los cien
mil millones de mundos que ruedan por el espacio. En el segundo hay menos placer y
menos sabiduría que en el primero; en el tercero menos que en el segundo, y así
sucesivamente hasta el último, en el que ya todos sus habitantes están locos del todo.
—Mucho me temo —dijo Memnón—, que esa gran casa de orates del universo lo
sea precisamente el mundo en que vivimos nosotros.
—No tanto, no tanto —dijo el espíritu—; pero cerca le anda.
—Entonces —replicó Memnón—, ¿ciertos poetas y ciertos filósofos que afirman
que «todo es como debe ser» están equivocados?
—No. Tienen razón —dijo el filósofo del otro mundo—, si consideramos el
universo en su conjunto
—¡Ah! —respondió el pobre Memnón—. Ahí tenéis una cosa en que no creeré
mientras sea tuerto.

Voltaire - Historia de los viajes de Escarmentado (Escrita por él mismo)

Vine al mundo en la ciudad de Candía el año 1600. Era gobernador mi padre, y me acuerdo que un poeta menos que mediano, aunque no fuese medianamente desaliñado su estilo, llamado Iro, hizo unas malas coplas en elogio mío, en las cuales me calificaba de descendiente de Minos en línea recta; mas habiendo luego cesado en el gobierno a mi padre, compuso otras en que me trataba de nieto de Pasifae y su amante. Mal sujeto era de veras el tal Iro y el bribón más fastidioso de toda la isla. Quince años tenía yo cuando me envió mi padre a estudiar a Roma, y allí llegué con la esperanza de aprender todas las verdades, porque hasta entonces me habían enseñado todo lo contrario de la verdad, según es uso en este mundo, desde la China hasta los Alpes. Monseñor Profondo, a quien iba recomendado, era sujeto raro, y uno de los más terribles sabios que en el mundo han existido. Quísome instruir en las categorías de Aristóteles y por poco me pone en la de sus favoritos. De buena me libré. Vi procesiones, exorcismos y no pocas rapiñas. Decían, aunque no era cierto, que la señora Olimpia, honorable dama, vendía ciertas cosas que no suelen venderse. A mi edad todo esto me parecía muy gracioso. Ocurrióle a una señora moza y de amable condición, llamada la señora Fatelo, prendarse de mí; frecuentábala el reverendísimo padre Poignardini y el reverendísimo padre Aconiti, religiosos de una congregación que ya no existe, y a quienes ella colocó a la misma altura al otorgarme sus favores. Pero como corría yo serio peligro de ser envenenado y excomulgado, abandoné Roma no obstante mi admiración por la arquitectura de la basílica de San Pedro. Viajé por Francia, donde reinaba a la sazón Luis el Justo, y lo primero que me preguntaron fue si quería para mi almuerzo un trozo de mariscal de Ancre, cuya carne vendían asada y bastante barata a los que querían comprarla. Era este país teatro de continuas guerras civiles, unas veces por una plaza en el Consejo y otras por dos páginas de controversias teológicas. Más de sesenta años hacía que tan hermosas tierras se veían asoladas por una especie de volcán, que en ocasiones se amortiguaba y otras ardía con violencia. ¡Ay! —dije para mí—. A este pueblo, de natural tan apacible, ¿quién le ha trastornado de esta manera? Todo lo toma a broma y, sin embargo, se lanza a la degollina de San Bartolomé.
Pasé a Inglaterra, donde las mismas disputas ocasionaban los mismos horrores. Unos cuantos católicos beneméritos habían determinado, en servicio de la Iglesia, volar con pólvora al rey, la familia real y al Parlamento, y librar a Inglaterra de tanto hereje. Enséñanme el sitio donde la bondadosa reina María, hija de Enrique VIII, había hecho quemar a quinientos de sus vasallos, acción que, según un clérigo irlandés, era muy meritoria para con Dios, en primer lugar, porque los quemados eran todos ingleses, y en segundo, porque nunca tomaban agua bendita, ni creían en las llagas de San Patricio. El clérigo se asombraba de que aún no estuviese canonizada la reina María, pero estaba seguro de que no tardaría en subir a los altares.

Fuime a Holanda, donde esperaba encontrar sosiego, en medio de un pueblo tan flemático. Cuando llegué a La Haya estaban cortando la cabeza a un anciano venerable; la cabeza calva del primer ministro Barneveldt. Movido a compasión pregunté qué delito era el suyo y si había sido traidor al estado.
—Mucho peor que eso —me respondió un protestante envuelto en negra capa—.
Figúrese que cree que el hombre puede salvarse lo mismo por sus buenas obras que por la fe. Si semejantes doctrinas se extendiesen, peligraría la existencia de la República. Por eso es necesaria mucha severidad para atajar escándalos tan graves.
Un político me dijo luego:
—¡Ah, señor! Estos procedimientos no durarán mucho. Nuestro país se ha mostrado ahora excepcionalmente justo; pero su carácter lo inclina hacia la tolerancia, doctrina abominable, y algún día la adoptará. Me estremece pensarlo. Yo, en vista de que no nos hallábamos todavía en esa época fatal de la indulgencia y la moderación, dejé a toda prisa un país donde ninguna alegría compensaba su crueldad y me embarqué para España.

Estaba la Corte en Sevilla; habían llegado los galeones de Indias, y en la más hermosa estación del año, todo respiraba bienestar y alborozo. Al final de una calle de naranjos y limoneros vi un inmenso espacio acotado donde lucían hermosos tapices. Bajo un soberbio dosel se hallaban el rey y la reina, los infantes y las infantas. Enfrente de la familia real se veía un trono todavía más alto. Dije, volviéndome a uno de mis compañeros de viaje:
—Como no esté ese trono reservado a Dios, no sé para quién pueda ser.
Oídas que fueron por un grave español estas imprudentes palabras, me salieron caras. Yo creía que íbamos a ver un torneo o una corrida de toros, cuando vi subir al trono al inquisidor general, quien, desde él, bendijo al monarca y al pueblo. Vi luego desfilar a un ejército de frailes en filas de dos en dos, blancos, negros, pardos, calzados, descalzos, con barba, imberbes, con capirote puntiagudo y sin capirote; iba luego el verdugo, y detrás, en medio de alguaciles y duques, cerca de cuarenta personas cubiertas con hopas donde había llamas y diablos pintados. Eran judíos que se habían empeñado en no renegar de Moisés y cristianos que se habían casado con sus concubinas, o que no fueron bastante devotos de Nuestra Señora de Atocha, o que no quisieron dar dinero a los frailes Jerónimos. Cantáronse pías oraciones, y luego fueron quemados vivos, a fuego lento, todos los reos; con lo cual quedó muy edificada la familia real. Aquella noche, cuando me iba a meter en la cama, entraron dos familiares de la Inquisición, acompañados de una ronda bien armada; diéronme un cariñoso abrazo y me llevaron, sin decir palabra, a un calabozo muy fresco, donde había una esterilla para acostarse y un soberbio crucifijo. Allí estuve seis semanas, pasadas las cuales me rogó el señor inquisidor que me entrevistase con él. Estrechóme en sus brazos con paternal cariño y me dijo que sentía muy de veras que estuviese tan mal alojado; pero que todos los cuartos de aquella santa casa se hallaban ocupados y que esperaba otra vez darme mejor habitación. Preguntóme luego, con no menos cordialidad, si sabía por qué estaba allí. Respondí al santo varón que, sin duda, por mis pecados.
—Claro es, hijo mío; pero ¿por qué pecados? Háblame sin recelo.
Por más que procuraba recordar no caía en cuáles pudieran ser, hasta que la caridad del piadoso inquisidor me dio alguna luz. Acordéme al fin de mis imprudentes palabras, y no fui condenado más que a la aplicación de disciplinas y treinta mil reales de multa. Tuve que ir a dar las gracias al inquisidor general, sujeto muy simpático que me preguntó qué tal me había parecido su fiesta. Respondíle que fue deliciosa. Y en seguida marché a reunirme con mis compañeros de viaje, tan dispuestos como yo a salir de tan ameno país, pues no ignorábamos las grandes proezas ejecutadas por los españoles en obsequio de la religión, ni las Memorias del célebre obispo de Chiapa donde cuenta que degollaron, quemaron o ahorcaron a unos diez millones de idólatras americanos para convertirlos a nuestra santa fe. Probablemente exagera algo el obispo; pero aunque se rebaje la mitad de las víctimas, todavía queda acreditado un celo portentoso.

Como mi deseo de viajar no había disminuido, resolví proseguir mi peregrinación por Europa y visitar Turquía. Encamíneme a esta nación con el firme propósito de no manifestar mi parecer otra vez acerca de las fiestas que viese.
—Estos turcos —dije a mis compañeros— son paganos, no han recibido el sagrado bautismo y, por tanto, deben ser más crueles que los cristianos inquisidores; callémonos, pues, mientras vivamos entre moros. Con este ánimo iba; pero quedé atónito al ver en Turquía muchos más templos cristianos que en mi isla natal, y hasta numerosas congregaciones de frailes, a quienes los turcos dejaban rezar en paz a la Virgen María y maldecir de Mahoma, unos en griego, otros en latín y otros en armenio.
—¡Qué admirable gente son los turcos! —pensaba. Los cristianos griegos y los latinos que había en Constantinopla eran irreconciliables enemigos, se perseguían unos a otros como perros que se muerden en la calle, y que a palos separan sus amos. Entonces, el Gran Visir protegía a los griegos. El patriarca griego me acusó de haber cenado con el patriarca latino, y fui condenado a recibir cien palos en las plantas de los pies, pena que rescaté al precio de quinientos zequíes. Al día siguiente ahorcaron al Gran Visir, y el otro, su sucesor (que no fue ahorcado hasta un mes más tarde), me condenó a la misma multa por haber cenado con el patriarca griego. Resolví, por tanto, no ir a la iglesia griega ni a la latina. Para consolarme, alquilé a una hermosa circasiana, que era la mujer más devota en la mezquita y la más zalamera a solas con un hombre. Una noche, en medio de los placeres del amor, exclamó dándome
un abrazo:
—¡Alá, ilah Alá!
Son palabras sacramentales entre los turcos. Yo pensé que serían expresiones de amor y le dije con mucho cariño:
—¡Alá, ilah Alá!
—¡Loado sea Dios misericordioso! —exclamó la mora—. Ya sois turco.
Respondíle que daba las gracias al Señor que me había dado fuerzas para serlo, y me sentí muy dichoso. Por la mañana se presentó para circuncidarme el imán, y como yo opusiese alguna resistencia me anunció el cadí del barrio, hombre leal, su propósito de mandarme empalar. Por fin salvé mi prepucio y mis nalgas por mil zequíes y eché a correr hasta Persia, resuelto a no oír en Turquía misa griega ni latina y a no decir nunca Alá, ilah Alá en una cita de amor. Así que llegué a Ispahán me preguntaron si era del partido del Carnero Negro o del Carnero Blanco. Respondí que lo mismo me daba uno que otro con tal de que fuera tierno. Debo advertir que todavía se hallaba dividida Persia en dos facciones, la del Carnero Negro y la del Blanco. Creyeron que yo hacía burla de ambos partidos y me
encontré en un terrible compromiso a la puerta misma de la ciudad, del cual salí pagando una buena cantidad de zequíes y pude evitar que me mezclasen en el conflicto de los carneros.

Seguí hasta la China, adonde llegué con un intérprete que me aseguró que la China era el país de la libertad y de la alegría; ahora bien, los tártaros, que la habían invadido lo llevaban todo a sangre y fuego, mientras que los reverendos padres jesuitas, por una parte, y los reverendos padres dominicos, por otra, se disputaban la misión de ganar almas para el cielo. Nunca se han visto catequistas más celosos; se perseguían entre ellos con fervoroso ahínco, escribían a Roma tomos enteros de calumnias y se trataban unos a otros de infieles y prevaricadores. Por entonces mantenían un furioso debate acerca del modo de hacer reverencias. Los jesuitas querían que los chinos saludasen a sus padres y madres a la moda de China, y los dominicos se empeñaban en que lo hiciesen a la moda de Roma. Sucedióme que los jesuitas creyeron que yo me inclinaba por los dominicos y le dijeron a su majestad tártara que era espía del Papa. El Consejo Supremo encargó a un primer mandarín que ordenase un alguacil que mandase cuatro corchetes para que me prendiesen y amarrasen con toda cortesía. Condujéronme, después de ciento cuarenta genuflexiones, ante su majestad, quien me preguntó si era yo espía del Papa y si era cierto que hubiese de venir este príncipe en persona a destronarle. Respondíle que el Papa era un clérigo de más de setenta años, que distaban sus estados más de cuatro mil leguas de los de la sacra majestad tártaro-china; que su ejército era de dos mil soldados que montaban la guardia con una sombrilla; que no destronaba a nadie, y que podía su majestad dormir tranquilo.

Esta fue la menos fatal aventura de mi vida, pues no hicieron más que enviarme a Macao, donde me embarqué para Europa. Fue preciso calafatear el navío en la costa de Golconda, lo que llevó algún tiempo que aproveché para ver la Corte del Gran Aureng-Zeb, de quien se contaban entonces mil portentos. Estaba este monarca en Delhi y allí pude verle el día de la pomposa ceremonia durante la cual recibe la celeste dádiva que le envía el jerife de la Meca. Se trata de la escoba con que se barrió durante el año la Santa Casa, la Kaaba, la Beth- Alah. Tal escoba es un símbolo del barrido que limpia todas las suciedades del alma. Parece que Aureng-Zeb no lo necesitaba, pues era el varón más religioso de todo el Indostán. Bien es verdad que había degollado a uno de sus hermanos y dado veneno a su padre, y había hecho perecer en un patíbulo a veinte rajáes y otros tantos omráes. Pero esto no tenía importancia. No se hablaba de otra cosa que de su gran devoción, a la cual no se podía comparar la de ningún otro, como no fuese la de Sacra Majestad del Serenísimo Emperador de Marruecos Muley Ismael, el cual cortaba unas cuantas cabezas todos los viernes después de elevar sus plegarias a Dios. Claro que no hice el menor comentario a estas cosas; no era yo quien debía enjuiciar la conducta de estos soberanos. Pero un francés mozo, con quien estaba alojado, faltó al respeto a los emperadores de las Indias y de Marruecos, manifestando imprudentemente que en Europa había soberanos muy piadosos que gobernaban con acierto sus estados y frecuentaban también las iglesias, sin quitar por eso la vida a sus padres y hermanos, ni cortar la cabeza a sus vasallos. Nuestro intérprete dio cuenta en lengua india de lo que había dicho aquel joven. Aleccionado yo por lo que en otras ocasiones me había sucedido, mandé ensillar mis camellos y me fui con el francés. Luego supe que aquella misma noche habían ido a prendernos los oficiales del Gran Aureng-Zeb, y no habiendo encontrado más que al intérprete, fue éste ajusticiado en la plaza Mayor. Todos los palaciegos encontraron muy justa la pena impuesta al intérprete.

Quedábame por visitar África, para disfrutar a fondo de todas las delicias de nuestro mundo, y con efecto las disfruté. Unos corsarios negros apresaron nuestro navío, cuyo capitán quejándose amargamente, les preguntó por qué violaban los tratados internacionales. Respondióle el capitán negro:
—Vuestra nariz es larga y la nuestra chata, vuestro cabello es liso, nuestra lana rizada, vuestro cutis es de color sonrosado y el nuestro de color de ébano, por consiguiente, en virtud de las sacrosantas leyes de la naturaleza, debemos ser siempre enemigos. En las ferias de Guinea nos compráis como si fuéramos acémilas, para forzarnos a que trabajemos en no sé qué faenas tan penosas como ridículas; a vergajazos nos hacéis horadar los montes para sacar una especie de polvo amarillo, que para nada es bueno, y que no vale ni con mucho, un cebollino de Egipto. Así, cuando os encontramos, y nosotros podemos más, os obligamos a que labréis nuestras tierras o, de lo contrario, os cortamos las narices y las orejas. No había réplica, en verdad, a tan discreto razonamiento. Fui, pues, a labrar el campo de una negra vieja para no perder mis orejas y mi nariz, y al cabo de un año me rescataron.

En fin, después de haber visto cuanto bueno, hermoso y admirable hay en la Tierra, resolví no apartarme ya mas de mis dioses penates. Me casé en mi país, fui cornudo y acabé por comprender que mi situación era la más grata a que se puede aspirar en la vida humana.

Las arpías



Hijas de Poseidón según unas versiones y de Taumante, hijo de Ponto y Gea, según otras, las Arpías eran tres horribles monstruos alados con cabeza y pecho de viejas mujeres y cuerpo y alas de garras de presa, en concreto, buitres. Las Arpías eran profundamente desagradables, emanaban unos asquerosos efluvios y corrompían todos aquellos alimentos que tocaban. Existían una gran cantidad de Arpías aunque no todas son conocidas. Entre ellas cabe nombrar a Aelo, que significa "borrasca" y que se caracterizaba por su veloz vuelo, a Celeno, oscura como las nubes de las tormentas y la más malvada de todas y a Ocípete, la que poseía la mayor furia. La localización geográfica de la residencia de las Arpías es difusa, se pensaba que podían vivr en las islas Estrofiades, también llamadas Islas del Regreso, dentro del Mar Jónico, o en pasadizos subterráneos de Creta. Cuando las Arpías volaban eran tremendamente veloces. Este hecho, unido a los males que conllevaban, provocó que se las considerara similares a los vientos tormentosos. Las Arpías fueron confundidas en algunos momentos de su historia con las Sirenas, con las Górgonas y con las Grayas, relaciones todas ellas que vienen dadas por su maldad y deformidad y por considerárselas a todas en grupos de tres. Uno de los principales mitos en los que aparecen es en su tarea de impedir alimentarse a Fineo. El origen histórico de las Arpías es también complejo. Existen algunas fuentes que consideran que se las identificó con una plaga de langosta que arrasó toda Asia Menor y después Grecia causando grandes pérdidas humanas y problemas de malnutrición. También se las ha considerado divinidades maléficas mensajeras de los vientos y en la creencia popular han sido vistas como vengadoras divinas. Las Arpías, cuyo nombre sugiere la idea de "arrebatar" fueron también consideradas, en sus inicios, unas hermosas mujeres, aunque esa imagen de ellas duró poco tiempo.

Edipo



Fue un desventurado príncipe tébano, hijo de Layo y de Yocasta. Poco antes de que ambos se casaran el oráculo de Delfos les advirtió de que "el hijo que tuvieran llegaría a ser asesino de su padre y esposo de su madre". Layo, nada más nacer su primogénito encargó a un íntimo conocido que matase al niño, pero dicha persona, dubitativa entre la lealtad al rey y el horror que le producía la orden encomendada, perforó los pies del bebé y lo colgó con una correa de un árbol situado en el monte Citerón. Forbas, un pastor de los rebaños del rey de Corintio escuchó los horribles lamentos y lloros del bebé y lo recogió entregándoselo para su cuidado a Polibio, cuya esposa Peribea se mostró encantada con el bebé y lo acogió amorosamente en su seno, dándole por nombre Edipo, que significa "el de los pies hinchados". El joven Edipo tenía catorce años cuando se mostró enormemente ágil en todos los juegos gimnásticos levantando la admiración de muchos oficiales del ejército que veían en él a un futuro soldado. Uno de sus compañeros de juegos, corroído por la envidia que le producían las capacidades de Edipo le echó en cara, para insultarle, que no era más que un hijo adoptivo sin honra ninguna. Ante tal hecho, Edipo, atormentado por las dudas a menudo preguntó a su madre por su procedencia, pero Peribea que veía más mal en la verdad siempre se esforzó en persuadir a Edipo de que ella era su auténtica madre. Edipo, sin embargo, no estaba contento con sus respuestas y acudió al oráculo de Delfos, quien le pronosticó aquello mismo que ya había dicho a los reyes de Tebas, aconsejándole además, que nunca volviese al lugar que le había visto nacer. Al oír esas palabras Edipo prometió no volver jamás a su tierra, Corinto, y emprendió camino hacia la Fócida. Estando en viaje se encontró a cuatro personas que viajaban en un carro, sobre el cual se hallaba un viejo que amenazó con arrogancia a Edipo si éste no se apartaba del camino. Hubo una disputa entre ambos, y, finalmente, Edipo mató con su espada al viejo anciano. Ese anciano era Layo, el padre que nunca había conocido. La desgracia que sobre Tebas cayó con la muerte de su rey se vio acrecentada con la aparición de la Esfinge, un horrible monstruo enviado por Dionisio, o, según otras versiones, por Hera. La Esfinge tenía cabeza, cara y manos de doncella, voz de hombre, cuerpo de perro, cola de serpiente, alas de pájaro y garras de león y desde lo alto de una colina detenía a todo aquel que osase pasar junto a ella haciéndole una compleja pregunta cuya ignorancia provocaba la muerte a manos de la Esfinge. Los desgraciados eran ya miles. Creonte, hermano de Yocasta, y nuevo rey, prometió dar la mano de su hermana, y, por lo tanto, el trono de Tebas a aquel que consiguiese descifrar el enigma de la Esfinge. Dicho enigma era: "¿cuál es el animal que por la mañana tiene cuatro pies, dos al mediodía y tres a la tarde?" (Otra formulación menos famosa de la cuestión es "¿cuál es el ser que sin cambiar de forma es el único que tiene sucesivamente cuatro pies, dos y tres, siendo menor su fuerza cuantos más pies tiene?"). Edipo que deseaba la gloria más que nada y que disponía de una sagacidad sin límites dio respuesta al misterio de la Esfinge diciendo "el hombre que en su infancia anda sobre sus manos y sus pies, en la edad viril solamente sobre sus pies y en su vejez ayudándose de un bastón como si fuera un tercer pie". La Esfinge, enormemente furiosa porque alguien hubiera desvelado el secreto, se suicidó abriéndose la cabeza contra una roca. Edipo se casó pues con Yocasta y vivieron felices durante muchos años teniendo por hijos a Etéocles, Polinice, Antígona e Irmene. Sin embargo, llegó el día en que una peste comenzó a arrasar toda la región, sin que tuviera remedio alguno, y el oráculo de Delfos informó de que tal calamidad solo desaparecería cuando el asesino de Layo fuese descubierto y echado de Tebas. Edipo animó concienzudamente las investigaciones como buen rey que era pero éstas descubrieron lo que realmente había ocurrido: había matado a Layo, su padre y se había casado con Yocasta, su madre. Según otras versiones, el asesinato se descubrió porque Edipo le enseñó a Yocasta el cinturón del anciano al que había matado, y que Edipo robó por su valía. Yocasta, después de este descubrimiento se suicidó y Edipo, abrumado por la gran tragedia, creyó no merecer más ver la luz del día y se sacó los ojos con su espada. Sus dos hijos le expulsaron de Tebas y Edipo se fue al Atica donde vivió de la mendicidad y como un pordiosero, durmiendo en las piedras. Con él viajaba Antígona que le facilitaba la tarea de encontrar alimento y le daba el cariño que requería. Una vez, cerca de Atenas, llegaron a Colono, santuario y bosque dedicado a las Erinias, que estaba prohibido a los profanos. Los habitantes de la zona lo identificaron e intentaron matarlo pero las hermosas palabras de Antígona pudieron salvar su vida. Edipo pasó el resto de sus días en casa de Teseo, quien le acogió misericordiosamente. Otra versión afirma que murió en el propio santuario pero antes de expirar Apolo le prometió que ese lugar sería sagrado y estaría consagrado a él y sería extremadamente provechoso para todo el pueblo de Atenas.